Qué cosa extraña es el miedo. Desde hace unos días mi vida
ha estado dominada por el miedo. Por diferentes miedos a diferentes cosas
aunque en el epicentro de todas estaba, claro, J.
Yo, supongo que como todos, soy producto de mis miedos.
Tengo miedo a muchas cosas entre las que destacaría a las arañas (también a los
insectos en general), a volar y diría que hasta los propios aviones, a la
velocidad, a la altura, a la muerte (quizá esta resuma varios de los otros), a
llamar la atención en público, a los ascensores (si alguien se mueve con cierta
violencia o un niño salta jugando puede verse mi cara de terror), a ahogarme al
comer (tanto que mastico hasta la sopa, supongo que una secuela de lo contado
en esta entrada) y varios miedos menores. Algunos son persistentes desde hace
mucho e incluso tienen una extraña relación. Cuando era más pequeño, al inicio
de mi adolescencia incluso en mi última niñez, cada vez que veía un perro
suelto cambiaba de acera. Lo curioso es que jamás me ha mordido un perro pero
aún los tengo miedo aunque trato de dominarlo.
Pero no era la única razón para cambiar de acera. Cuando
yendo por la calle tenía que atravesar un grupo de chicas digamos, cuatro o
cinco, sentía tal pánico que solía cruzar a la otra acera por evitar el trance
de pasar entre ellas. Era un miedo raro y quizá un poco estúpido. Pensaba que
se reirían de mí y quería evitarlo a toda costa. Tenía miedo a ese grupo de
chicas. Supongo que mi relación problemática con mi propio físico era el
detonante. Nunca me he encontrado cómodo con mi propio físico aunque eso no
entraría en el tena de los miedos sino en uno diferente como es el de los
complejos. Las chicas sí, me han dado un poco de miedo siempre. Sobre todo en
grupo y si gritan entre ellas aunque sea de felicidad. Supongo que es puro
desconocimiento. Muchas veces los miedos son por pura ignorancia.
Por J si bien no podría decir que supero sí que enfrento a
varios de esos miedos: a volar, a las alturas y la velocidad, a los perros, a
las arañas y, por supuesto, a las chicas. O al menos a una chica porque ella lo
es. Y preciosa. A la belleza no le tengo miedo. Ni a una inteligencia como la
suya como ya expliqué hace un mes.
El fin de semana sucedió algo que me hizo entrar en un
pánico que no recordaba haber sentido antes y del que parezco incapaz de
despegar, de dejar atrás. No entraré en detalles porque ni viene a cuento ni es
el lugar ni si quiera es relevante para lo que hablo. Pero desde esa madrugada
del sábado al domingo soy incapaz de pasar demasiado rato sin que el escalofrío
me asalte.
El miedo es paralizante porque no responde a un hecho, a
algo que resolver, sino a un enigma. A algo que, en realidad, no sabes cómo es
de manera real. Porque es como pegar puñetazos a una nube, a la niebla. Tengo
miedo de algo que no ha ocurrido pero que podría ocurrir o, como es el caso,
haber ocurrido. Tengo miedo a algo que no pasó y que es improbable que vuelva a
ocurrir. Pero me da miedo. Un miedo tan grande que a ratos no me dejaba dormir
y que me asalta y domina en lo momentos más insospechados y desestructura lo
que esté haciendo ya sea comer, trabajar, ver la tele o leer. Mi mente salta al
origen de ese miedo, de un miedo a algo terminado, sin consecuencias pero que
me lleva dominando por días.
Supongo que no hay miedo mayor que la idea de que algo
malo le pueda suceder algo a un hijo.
Yo eso no lo he experimentado pero espero hacerlo en el futuro. El futuro es un
miedo recurrente aunque yo temo más a mi pasado por desaprovechado. Pero el
miedo por la persona amada también es aterrador. Desde que J está en mi vida
hay varios miedos relacionados con ella que, lejos de remitir, parece que
aumentan cada día. Por supuesto el lógico a que le pase algo malo, ese que me
tiene atenazado desde el fin de semana. Pero también otros como el miedo a que
no salga bien esto cuando todo está preparado para que sea perfecto, cuando
todos los indicios y señales parecen no dejar otra opción que sea así. A veces
esto es un miedo menor porque no veo razón o posibilidad de que esto ocurra
pero otras se convierte en miedo mayor como cuando un simple malentendido
trastoca un plan.
Cuando se encadenan dos miedos atronadores como ha ocurrido
en apenas cuatro días uno siente que es el pobre Totó llevado en círculos por
el tornado camino de Oz. Que no le queda más remedio que permanecer en la cama
esperando que todo pase, que todo se calme, que todo vuelva a la normalidad.
Pero el miedo destensa el tiempo también y las horas parecen días y los días
parecen semanas. Y el sábado parece que fue hace meses y por eso la desazón es
mayor porque, aunque pasa el tiempo el miedo no cede sino que, por momentos,
retorna con más fuerza si cabe. Y quizá me da más miedo porque soy yo el que
más miedo tiene. Y me sorprende y me da miedo. Debería sentirme aliviado porque, en realidad, sólo fue un aterrador susto, pero solo siento una cosa: miedo.
La sensación de admirar a alguien de carne y hueso es
extraña. Todos admiramos a músicos, escritores o actores. Pero admirar a
alguien con quien tienes contacto es mucho más raro y complicado porque tienes
el feed-back de su vida, de sus contestaciones, de sus malos días y de sus
bostezos.
Siempre digo que no puedo amar a quien no admire. De hecho
no puedo siquiera salir (con el matiz romántico que se prefiera) con una
persona que no tenga cualidades que yo admire, que me quede fascinado por lo
qué hace y cómo lo hace. Ahora, por supuesto, está ocurriendo.
J escribe muy bien. Me gusta cómo mira el mundo. Le ayudan
esos ojos tan bonitos, tan llenos de vida que ya había comentado en la entrada
anterior. Esos ojos que me atraparon por cómo me miraba a mí y que le han
permitido ver algo que no había visto nadie antes. Y así mira las otras cosas
de la vida. Cuando ella escribe de música, o de política, o de lo que le rodea
lo hace de manera reconocible para mí que la conozco. Veo y escucho en mi
cabeza su acento que se dibuja en cada una de las sílabas de lo que ha escrito.
Muero de ganas de que me deje leer entero el libro que tiene
escrito pero está reescribiendo, porque sólo me dejó dar un bocadito. Un libro
en el que está ella, su mirada, sus ojos. Un libro que será importante para
ella, para su familia porque cuenta una historia de las mujeres de su familia,
y será importante para otras mujeres que lo lean. Pero eso será más adelante.
Ella ahora mismo está siendo muy feliz. En este mismo
instante lo está siendo porque está viendo a un grupo al que tenía ganas de ver
hace años, uno de sus favoritos de ahora mismo. Uno formado por dos jóvenes que
se bastan y se sobran para inyectar la energía de su música en ti. Nada que ver
con esas disfrutables (yo el primero) pero un poco patéticas vueltas que
estamos viendo de los héroes musicales de la gente de nuestra generación
convertidos en dinosaurios del rock interpretando todos y cada uno de los
papeles de los que ellos vinieron a sepultar, a sustituir.
Admirar a alguien
con quien hablas horas y horas cada día y con quien, inevitablemente, surgen
conflictos, malestares, con quien te dejas de hablar dos días y a quien piensas
en no perdonar durante un instante es mucho más complicado que admirar a
alguien a quien conoces a través de su música, sus libros o la imagen que
quiere dar de si mismo en una entrevista. Pero esa admiración pasa a ser mucho
más profunda porque viene acompañada del amor. Y no, no hablo de que valore más
lo que hace alguien que ame por el hecho de amar a esa persona sino de lo
contrario, de amar más a esa persona por la admiración que su talento provoca
en mí.
En eso estoy. Ya es 11 de nuevo y, a veces, cuesta creer que
alguien a quien admiras tanto te diga todos los días “te quiero”. Si hasta
cuando canta no puedo dejar de pensar en que es increíble que me haya elegido
para estar con ella.
Conocí a J por casualidad como suelen pasar estas cosas. Fue
un 11. Al rato ella dijo “hola” y ese “hola” cambió todo. Me cuesta hablar de J
porque ella es una persona diferente a todas las que he conocido hasta ahora.
Me gusta hablar con J porque sonríe y, muchas veces, esa sonrisa estalla en
risa contagiosa para volver a su estado natural de sonrisa. La primera vez que
hablé con J pensé que su voz era demasiado grave que no pegaba con su cara tan blanca que, a veces, parece que se transparenta. Pero no. Con el tiempo su
voz es indisociable de su cara. Una cara que me tiene hipnotizado. Porque
cuando me mira me quedo paralizado y se me olvida que existe algo fuera de eso.
J no es una persona como las demás. J me ve como soy. Y nadie me había visto
como soy hasta ahora. Pero ella lo consigue. Y lo que ve le gusta. Así que J con naturalidad, sin darle importancia, me hace ser mejor cada día porque con
ella no tengo que tratar de adaptarme a las hechuras del mundo porque nuestro
mundo se adapta a nuestros tamaños.
J es pequeña. Y yo soy pequeño. Cabemos en cualquier parte y por eso nos
podemos esconder de los ojos de los demás en cualquier momento. Aunque estemos
rodeados de gente. Ella dice un “hola” y esa es la señal de que quiere que nos
escabullamos, que estemos a solas y que nadie nos moleste. Que nos quedaremos
mirándonos fijamente durante minutos sin decir nada, ella sonriendo y yo muerto
de vergüenza y de amor.
J tiene un secreto y ese secreto soy yo. Cuando me muestra los discos en la
habitación para decidir cuál poner sé que cada uno de ellos le importa.
Como ha de ser cuando uno compra y tiene un disco. A veces abre la caja y
dentro no está el disco y pone cara de sorpresa y yo me río. Y así pasamos el
rato esperando el siguiente.
J y yo podemos jugar a ser Las Vírgenes Suicidas y hablarnos
mediante canciones, sin tener que decir una palabra. Me gusta escuchar cómo se
emociona con algo que le gusta y cómo calla cuando digo algo que acelera su
pulso. Y aunque, a veces, me dice que no debería decir esas cosas yo espero el
momento en que volver a decir algo nuevo, algo que no estaba previsto y jugar a
desarmarla para que piense que jamás serán las cosas iguales, que no habrá
rutina y que cada día podemos encontrar nuevas reglas que imponer para romperlas
al final del día.
J es la persona más valiente que conozco. J trabaja rodeada
de gente que por ser hombre piensa que sabe más o sabe mejor hacer el trabajo
que ella. Pero no es verdad. J es mejor y lo demuestra aunque tenga que
demostrarlo el doble para ser reconocida lo mismo. Admiro a J. No puedo querer
a alguien que no admire. Tampoco puedo querer a alguien que no le gusten The
Beach Boys y a J le gustan The Beach Boys. Pero J es doblemente valiente porque
está siendo valiente por mí. Se está arriesgando por mí. Y lo sabe. Y puede
perder mucho pero se arriesga. Por mí.
J me pregunta muchas veces porqué la quiero. Una día le dije
que había esperado por ella muchos años. Ella rió y me dijo que no nos
conocíamos hace años. Y yo le respondí que sí, que yo sabía que ella existía
pero que no sabía quién era. Sólo era cuestión de encontrar en qué persona se
escondía. Pero yo sabía que J existía. Cómo no saberlo si la había imaginado por
años y en una semana ya sabía que era ella la que imaginaba. Cuando uno piensa
en que se enamorará fantasea con una serie de ideales. A las personas que va
encontrando las hace encajar en el molde de sus fantasías. Unas caben mejor que
otras. Algunas hay que empujar y otras pueden cubrir una parte grande de ese molde
y uno preguntarse si era la persona perfecta al quedar tan ajustada a el. Pero
con J es diferente. J no encajaba en el molde de lo que quería. J era el molde.
A veces J me pregunta si yo existo. Y tengo que pasar un rato
convenciéndola que sí, que existo. Que me puede ver y escuchar. J y yo hacemos
planes. Pero a veces se asusta y hace como si no los hubiéramos hecho. Pero los
planes están hechos y los planes son para ser realizados.
J enfermó de faringitis y entre el delirio de la fiebre
alta, altísima, y su debilidad tomé las riendas para cuidarla. Y no pudo
negarse. Fue la mejor enferma que uno puede desear. Y además ha prometido dejar
de fumar. Se pasaba el día metida en la cama y, cuando llegaba la noche, dejaba
que yo le hablase y le hablase, le contara historias de mí que quería conocer
hasta que, agotada, se terminaba durmiendo murmurando entre sueños “no dejes de
hablar”. Y cuando dormía yo aprovechaba para decirle cosas que ella sabe pero
que cuestan decir si me mira con esos ojos que me paralizan. Y, al estar
cerrados, no puede usar su arma contra mí. Porque J tiene poderes. Extraños
poderes.
J y yo sólo somos enfermos
J y yo, que más da lo que pase. Tomamos cualquier cosa, y viajamos en alfombras y todo parece distinto, siempre es otro sitio.
Es mejor que esperar todo el tiempo, así que atravesamos los paisajes más extraños, pues que placer obtienes de algo que nunca has probado.
J y yo también podemos saltar, podemos crecer, porque J y yo sabemos lo qué hay que hacer, sabemos lo qué hay que hacer.
J y yo sólo somos enfermos, pero es que nunca tuve una enfermedad más dulce, así que por ahora seguiremos.
J y yo también podemos saltar, podemos crecer, porque ella y yo sabemos lo que hay que hacer, sabemos lo que hay que hacer.
Este blog nació tras un fin de semana de errores y comportamientos estúpidos. Los textos estaban escritos hace tiempo y cuentan cosas que quizá sólo estén relacionadas en mi cabeza y no en realidad. Los he copiado tal cual estaban en el documento word porque si me hubiese puesto a repasarlos es posible que no me hubiese atrevido a publicarlos.
El hacerlo no cambia nada: no me siento mucho mejor, los muertos siguen muertos, las culpas siguen en el mismo lugar y, aunque el destino no exista, las casualidades sí. Imagino que todo es cuestión de ensayo y error. Sobre todo de error.
Mi primera gran salida durante mi
medicación fue para ir a hacer otra de las pruebas de la Escuela de Cine. Como coincidía
que mi madre estaba en España (en aquella época vivieron unos años en Argentina
y Chile por cuestiones de trabajo) me acompañó. Tras un proceso de aprendizaje
(caldos, sopas, purés) más o menos recuperé mi vida diaria aunque sin dejar las
medicaciones y las visitas a los doctores. Y me apunté a hacer un curso de
informática. En realidad era del paquete Office y un par de días, al final, de
Internet.
Cuando terminé el curso comencé a
ir a un cibercafé a buscar cosas, sobre todo fotos e información sobre Romy
Schneider. En uno de esos días, en el ordenador de al lado, había dos
adolescentes que no dejaban de reir. Miré con disimulo qué hacían y vi que
estaban en una página llamada elchat.com. Entré. Era la primera vez en mi vida
que chateaba. Ni siquiera tenía messenger porque no tenía amigos que
usasen Internet. La verdad, chatear me gustó. Permitía romper mi timidez
patológica y hablar con gente. Con chicas. Poco a poco, cada día pasaba más y
más horas en el chat. Compré un modem y me puse una conexión de la época a 56
k. Se convirtió en una autentica obsesión. Conocer a gente (chicas) y sentir
que les podía gustar sin tener que guardar ciertas partes de mí como tenía que
hacer en el día a día era muy halagador. Llegué a pasarme catorce horas al día
en el chat. Sentía auténtica angustia el rato en el que no lo miraba pensando
que podría estar X o Y y yo perdiéndomelo. Muchas veces cuando tenía que salir
a la calle o a la hora de irme a dormir calmaba esa angustia con los
medicamentos que tenía recetados.
Una de las personas que conocí se
llamaba Eva y era de Granada. Tenía dieciocho años recién cumplidos (yo
veintitrés) y acababa de hacer selectividad con una nota media de más de nueve.
Eva era brillante, tierna y bastante guapa. Nos escribíamos muchos mails al día
y hablábamos por teléfono casi a diario. Bah, el que haya estado en chats en
aquella época sabrá de qué hablo. La cosa es que ella me dijo que estaba
enamorada de mí. Pero, por alguna razón a mí ella no me gustaba de esa manera.
Me decía que le daba igual, que cuando nos viésemos yo cambiaría de idea. Su
confianza era enternecedora.
Yo me trasladé a vivir a Madrid.
Trabajé ese verano antes de que, en Octubre, empezase en la Escuela de Cine.
Durante ese verano conocí a una persona de la que creía estar enamorado. Y ella
decía estarlo de mí. Las tardes paseando por el centro, por el retiro, el tomar
una cerveza comprada en un chino sentados en alguna plaza perdida. No fue más
que un amor de verano tardío pero yo, tras los meses anteriores, confundí mis
necesidades puntuales con amor. Eva lo sabía y le daba igual. La otra chica me
dejó y me quedé destrozado.
Eva, por su parte, había recibido
como regalo por su nota de selectividad un deseado viaje a París. Me llamó
desde allí y me dijo que me había comprado un pirata de los Smiths con un
concierto en Francia y me lo daría cuando nos viésemos en Septiembre puesto que
ella iba a venir a verme porque sus padres tenían una casa en Madrid. No sólo
eso. Con una inocencia que desarmaba me dijo que cuando viniese a Madrid había
decidido que quería que la primera vez que hiciese el amor fuera conmigo. Mi
cabeza estaba en otro sitio, en mi dolor por sentirme abandonado y en que al
fin había llegado lo que tanto tiempo había estado esperando para probar, el
desamor. Si lo que escribía Nick Drake era cierto. La banda sonora de aquellos
tiempos fue “Unidad de Desplazamiento”.
Un par de semanas antes de que ella
fuese a venir me llamó llorando. Era la primera vez que no escuchaba su voz
alegre y cantarina. Incluso cuando se le notaba la tristeza por mi frialdad
hacia ella lo hacía con una sonrisa que traspasaba la línea de teléfono. Su
abuela vivía junto a ella, su hermano y sus padres. Nuestras abuelas eran un
punto que nos unía muchísimo porque, para mí, mi abuela es la persona que más
he querido en mi vida como para ella lo era la suya. Yo he vivido con mis
abuelos maternos desde que nací y mi relación con mi abuela es inseparable de
mi personalidad. Toda la vida contando historias de su juventud, de su vida
antes, durante y después de la guerra, sus años de internado, ella tocando el
piano (tenía la carrera terminada), yo mirando cómo cocinaba o viendo la tele
echado sobre su regazo.
La abuela de Eva había muerto de
repente, por eso me llamó llorando. Unos pocos días más tarde me contó algo
sorprendente. Cuando se leyó el testamento su abuela le había dejado una casa y
casi todo lo que tenía a ella. Ni a sus hijos ni a los otros nietos. Eva me lo
contó con la mayor naturalidad. Para ella lo único que contaba es que, en la
habitación de su abuela había encontrado una caja de casettes que había
estado grabando contándole cómo era Eva de niña, hablando con ella para cuando muriese. Horas y horas de su voz
de cómo había sido su vida junto al abuelo de Eva, cómo crió a sus hijos o cómo
fue el día que Eva nació. A partir de ahí ella sólo escuchaba esas cintas en el
coche, en casa…Cuando me llamaba su tono era un poco más sombrío pero su voz
era igual de tintineante cuando hablaba de nuestro próximo encuentro y de lo
que, según ella, pasaría entre nosotros. Aunque yo no tuviese intención alguna
de que fuese así.
Quedaban cuatro días para que Eva
viniese a Madrid y el sol, el trabajo, salir mucho, la perspectiva de mi vida y
el cine me servían de terapia para mi desamor. Llamé esa tarde a Eva, a su
móvil. Me saltó el contestador. Llamé de nuevo por la noche extrañado de no
saber de ella. Saltó otra vez el contestador. Miré el correo y nada. Pregunté
en la sala de chat a la que entrábamos si alguien la había visto. Nadie. Al día
siguiente seguía saliendo el buzón y yo me estaba poniendo nervioso. Pensé que
quizá estaba enfadada por algo que le había dicho aunque eso, con Eva, era casi
imposible. Hubiese tenido una y mil razones para hacerlo porque no dejaba de
ofrecerme algo tan valioso como su amor y yo lo esquivaba con cortesía pero sin
comprensión.
Esa noche, al entrar en el chat, me
dijeron que habían preguntado por mí. Pensé que sería Eva pero no, era una de
sus amigas de Granada con la que alguna vez yo había hablado. Al rato entró esa
amiga y me dijo que le diese mi teléfono. Me llamó llorando y apenas se le
entendía. Me contó que, el día anterior, Eva se había salido de la carretera y
se había empotrado con un árbol. Murió allí mismo.
Yo no me lo podía creer. Colgué.
Llamé a Eva y saltó de nuevo el contestador. Estuve llamando toda la noche sin
dejar de llorar como lloré los siguientes días. Lloré por ella y lloré por mí.
Por mi egoísmo y por la cantidad obscena de cosas que había hecho mal respecto
a ella. Llamaba varias veces al día a su teléfono rogando que me contestase,
sin que apenas se me entendiese. Hasta que un día se llenó la capacidad del
buzón de voz. Siempre tenía la esperanza de que al llamar me contestase y me
dijera que todo había sido una mentira.
Unos días después me llamó otra vez
su amiga. Había estado en su casa, con sus padres que estaban, como era de
esperar, destrozados. Me contó que yo no sabía cómo hablaba de mí y de sus
planes para nuestro encuentro en Madrid. También me dijo que estando en su
habitación había cogido el diario de Eva y lo había leído. Que hablaba mucho de
mí. Me dijo que si yo leyese lo que ella escribía de mí, de su amor por mí, me
volvería loco. Me preguntó si quería que fotocopiase esas páginas y me las
enviara. Le respondí que no. Que no quería leer eso.
Hoy, más de diez años después, me acuerdo de ella
mucho más que de la mayoría de las personas que han pasado por mi vida. Pero de
Eva sólo tengo el recuerdo de una voz siempre risueña, una foto en jpg
escondida en algún disquette y una carga de culpa que creo que jamás va
a desaparecer.
Pasados muchos años en la retina de
mi memoria la imagen de la foto de Romy vestida de novia para la película “El
infierno” de Henry-Georges Clouzot aún palpitaba con bastante fuerza. En alguna
web de cine a mediados de la década pasada leí que habían encontrado un
material que se creía perdido relacionado con esa película pero tampoco había
más información sobre el asunto. Silencio. Olvido. Cuando se anunciaron las películas que participarían en Cannes en 2009 para mi
sorpresa vi que estaba un documental sobre la historia de esta película
inacabada. Busqué algo de información sobre ella y la historia no podía ser más
apasionante. El documentalista Serge Bromberg se quedó encerrado en un ascensor
durante dos horas con una mujer de cierta edad. Cuando comenzaron a hablar y él
reveló que era un cineasta ella dijo que también estaba relacionada con el
mundo del cine. Su nombre era Inés de González y era viuda de un famoso y
venerado cineasta francés: Henri-Georges Clouzot. La conversación en el ascensor
fue más fructífera que la de una intrascendente sobre el tiempo. Una parte en
concreto llamó la atención de forma arrebatadora a Bromberg. La historia de una
película que jamás llegó a terminarse, una película llamada a revolucionar el
cine de la época y que, tras comenzar el rodaje, toda una serie de catástrofes
buscadas o no terminaron por dejar en estado de shock al equipo y cancelar la
producción. Una película que iban
protagonizar un consolidado galán italofrancés, Serge Reggiani, y una de las mayores estrellas del cine
europeo, Romy Schneider. Esa película se llama “L’enfer”. Bromberg había sabido de ella por la misma razón que los demás, la versión que
rodó de aquella historia Claude Chabrol. Inés de González envió años antes a
Chabrol el guión pensando que podría tener interés para este y tanto le gustó
que decidió que sería su siguiente proyecto. Una historia de celos enfermizos
protagonizada por una preciosa Enmanuel
Beart. El interés de Chabrol en su versión no pasaba del habitual en su cine: el
retrato de la burguesía del interior francés, sus miedos, sus envidias y, en
resumen, sus miserias en resumen. La
película no dejaba de ser un Chabrol (muy) menor, entretenido, un tanto
pedestre y burdo en las recreaciones de las ensoñaciones sicópatas del marido
celoso y que no pasará ni a la historia del cine ni a la de la carrera de los
implicados. Además, en un extraño movimiento, cambió incluso los nombres de los
personajes principales. Mientras que en el guión original sus nombres Odette y
Marcel hacían referencia a “En Busca De El Tiempo Perdido” de Proust en la
versión más reciente eran vaciados de significado y pasaban a ser Nelly y Paul.
Tras ser rescatados del ascensor
Bromberg pide ver el material que, según la viuda de Clouzot, se había rodado y
estaba guardado en un laboratorio. Muchas horas de imagen y sonido. El cineasta
intuye que ahí hay una película y, tras ver el material, queda fascinado.
Quince horas de imágenes y más de treinta de banda de sonido sin imágenes, con
diálogos, sonidos, efectos...lo que encuentra es una joya fantástica que trata
de reconstruir con el libreto en mano. Es complicado porque la película
pretendía romper todos los esquemas del cine de su época, hacerlo avanzar de un
salto a una forma de arte casi conceptual. En esa época Clouzot estaba obsesionado con “8 y medio” de Fellini, con romper
y hacer pedazos la narrativa y la lógica cinematográfica y dar un paso más
allá. También con la magistral “La Aventura” de Antonioni. Un cine que se abría
paso en ese momento en el que Clouzot estaba siendo muy criticado por una panda
de jóvenes airados que comenzaban a hacer un cine distinto y radical y a los
que denominaron Nouvelle Vague que le veían como representante de un cine
asfixiado por el guión y la planificación. Esta película podía representar para
él su reivindicación y su demostración de fuerza ante ellos de estar cien pasos
por delante. Además se interesó por artistas visuales que hacían arte cinético. Gente como
Yvaral o Vasarely que trascendían la representación artística tradicional para
crear objetos en los que el punto de vista, el espacio y la transformación
pasaba a ser parte conceptual del objeto artístico. Quería introducir esos
mismos conceptos pero en el cine. Clouzot llevaba cuatro años sin hacer películas
y la industria francesa confiaba a ciegas en él tras haber dado obras mayores
como “El Salario Del Miedo” o “Las Diabólicas”. Su nombre era tan poderoso y se
rumoreaba que esa película sería un antes y un después que un día se
presentaron jefes de estudio de Columbia Pictures desde los Estados Unidos y
pidieron ver esas pruebas de antes del rodaje. Tras eso, sin leer el guión, se
reunieron con la parte francesa de la producción y dijeron: presupuesto sin
límites. Un proyecto tan ambicioso necesitaba de libertad absoluta y el dinero
no sería ya el problema. Clouzot se vuelve absolutamente demente. Contratan un equipo de 150 personas,
dos directores de fotografía de entre los mejores del momento, forma tres
equipos para que nunca se detenga el rodaje pero como quiere supervisar los
tres jamás están activos dos y como en el primero de ellos exprime cada
milímetro para que quede como él quiere al final todo se hace inoperativo.
Tortura a los actores con peticiones salvajes. Inventa sistemas de color, quiere
teñir un lago natural donde se desarrolla parte de la acción, crean lentes
especiales para dotar a la foto de nuevos tonos, juega a experimentar con
sonidos, efectos especiales insólitos...todo ello sin límite. Sin más límite
que la paciencia de todos los que le rodean. Su cabeza echa humo y tiene graves
enfrentamientos con Reggiani que explotan el día que hace correr al actor
durante horas, sin apenas descanso, sólo para filmarlo agotado realmente. Horas
y horas corriendo para un sólo plano que quizá jamás se fuese a usar. Reggiani
no se presenta al rodaje más y argumenta que está enfermo. Esto destroza los
planes y se piensa en sustituir por otro actor, quizá Jean Louis Trintignac
amigo de Romy Schneider y estrella del cine galo.
Pero nada de esto ocurre. La
presión supera a todos incluido, al fin, a Clouzot, y su corazón dice basta
teniendo un ataque que le lleva al hospital y, al poco, declaran suspendido el
rodaje para siempre. Aunque aún rodaría alguna otra película ya jamás recuperá
su posición en la industria aún respetando su estatus de gran creador. Romy se
siente muy decepcionada porque está segura que era el papel que acabaría al fin
hacer olvidar los papeles de la etapa de Sissi de una década antes, aunque a
esa altura ella ya había trabajado con Welles, Visconti o Preminger. Toda esta historia se explica en el excelente documental de Bromber y Ruxandra
Medrea “El Infierno de Henri-Georges Clouzot”. El gran valor de la película es,
sin duda, el editar en lo posible el material existente y hacer al espectador
un frustrado guionista tratando de recomponer los espacios vacíos. La
imaginería visual es apabullante. Imaginar un resultado en el que con un gran
presupuesto y estrellas había ecos y anticipaciones a cines que estaban
naciendo en esos momentos fuera del circuito comercial en gente como Standish
Lawder, Jonas Mekas o Kenneth Anger. Que
pertenece a ese mundo da fe un vídeo en youtube titulado por su autor, un tal
“facedebouc1”, quizá de forma un poco pedante “Essai sur l’enfer”.
Durante casi nueve minutos extractos de la película se suceden acompañados de
la música del trabajo conjunto de Stereolab y Nurse With Wound. La sincronía de
los dos elementos, imagen y música, es perfecta. Parecen creados el uno para el
otro. Imágenes de gran impacto junto a música incómoda, poco convencional como
siempre acostumbraba en su lado más arty, más experimental, siempre hacia
adelante un grupo como Stereolab. Una orgía para disfrutar y ensimismarse.
La belleza de Romy en la película
es desarmante. Es probable que jamás, y es mucho decir, apareciese tan
magnética, adorable, sexual, turbadora, e inalcanzablemente cruel por la
ansiedad que me produce el pensamiento de no asistir al espectáculo de ser ella
misma ante mí.
“Lo Importante es Amar” y “El Infierno”. Entre esos dos títulos, sus significados, parece resumirse la vida entera de Romy Schneider.
Al comenzar el año 2000 me faltaba
una asignatura para terminar Sociología porque me había quedado pendiente del
último año. A finales del 99 me había apuntado a hacer las pruebas de ingreso
en la Escuela de Cine. Ese año 2000 iba a ser más o menos de relax en función de lo que pasase con
esos exámenes de ingreso. Si los pasaba encauzaría mi vida hacia el cine y
abandonaría Torrelavega con la que mantenía una relación de amor-odio porque me
sentía encerrado en su pequeñez. Como tenía mucho tiempo libre lo dedicaba a
escribir, leer, escuchar música e ir a clases de francés e inglés.
Un día, a principio de Febrero,
estando en Madrid para una de las pruebas de acceso, después de comer en casa
de unos tíos que viven allí me senté a ver la tele con ellos. Sentía que algo
se me había quedado en la garganta durante la comida y me molestaba mucho. No
dejaba de carraspear y de ir a la cocina a beber agua.
Como cada vez estaba más nervioso
cada vez me costaba más respirar. Fui al baño y me provoqué un par de vómitos.
Pero, lo que fuese, seguía en mi garganta y sentía que apenas podía pasar el
aire. Mis tíos se preocuparon con esas idas y venidas y me preguntaron qué
pasaba. Se lo expliqué y me dijeron que fuésemos a urgencias. Tenía todo el
cuerpo tembloroso y llevaba un botellín de agua del que daba pequeños tragos a
cada rato porque mi lógica enfermiza me decía que si pasaba el agua pasaba el
aire.
Las urgencias del 12 de Octubre
estaban hasta arriba porque era domingo y yo me iba al baño para provocarme no
sé, quizá ocho vómitos. También calculo que bebí más de cuatro litros de agua
antes de que me atendiesen. Con una de las clásicas palas de madera el médico
me miró la garganta. No vio nada. Pero yo sentía el ahogo y el trozo de “algo”
en mi garganta. Era una sensación física y tenía que tener una explicación. Un
rato después, de mucho agua después y de varios vómitos después, me llevaron a
la sala de Rayos X para hacerme una placa. Pasada una hora entramos a la
consulta del médico que me correspondía y, mientras el doctor miraba la
radiografía al trasluz, dijo que se veía algo extraño en mi garganta. Pero que
no me preocupase porque no tenía aspecto de peligroso al ser pequeño.
Decidieron hacerme una endoscopia.
Vino un tipo con una silla de ruedas y me dijo que me sentase. Todo aquello me
parecía un poco demencial porque a mí no me dolían las piernas sino la
garganta. Sólo consiguió ponerme mucho más nervioso aunque ya llevaba tres
tranquilizantes. Me condujo por varios pasillos mientras yo no dejaba de
preguntarle en qué consistía la endoscopia y si dolía. Su explicación parecía
poco creíble cuando dijo que molestaba un poco.
Me metieron en una pequeña consulta
y tras un par de minutos a solas llegó el doctor que me iba a hacer la prueba.
Me dijo que abriese la boca y sin avisar, como todo lo malo en la vida, me
metió un metro de tubo de plástico esófago abajo. Aunque mis ojos se salían de
sus órbitas veía en un monitor mi
interior. Y no era una metáfora. El médico trataba de tranquilizarme con un
argumento parecido al mío del agua y el aire pero cambiando agua por tubo. La
sensación de esa culebrilla subiendo garganta arriba al sacarlo aún hoy me da
escalofríos al recordarla. Mi chófer me condujo de nuevo a la sala de espera
donde estaban mis tíos. Tenía los ojos llorosos y sólo quería que terminase
toda esa mierda. Habíamos llegado a las cinco de la tarde y eran más de la una
de la mañana cuando nos volvió a atender el primer doctor de todos los que
había visto. Nos comentó que en la endoscopia no se apreciaba nada y que cuando
regresase a Torrelavega me pasara por mi médico de cabecera y pidiese cita en
Salud Mental.
A partir de aquí todo se vuelve un
poco confuso. Empecé una peregrinación por psicólogos y psiquiatras y una medicación
controlada que consistía en tranxilium y diazepán cuando me
sentía mal (o sea, todo el día) y Prozac por la mañanas para animarme.
Fueron un par de meses en los que
yo no salí de la cama más que para ir al baño y a los médicos. Tampoco me
atrevía a comer nada que no fuese líquido. Cuando trataba de comer otra cosa,
aunque fuese una miga de pan, sentía esa miga durante horas obstruyendo mis
vías respiratorias. Me iba al baño y me provocaba vómitos pero la puta miga
seguía allí, estrangulándome. Todo esto me deprimía más. En la cama no podía
dejar de pensar que esa mierda condicionaría el resto de mi vida. Que no podría
ir a ningún sitio, viajar, porque no habría alimentos líquidos en todos los
sitios y no podría comer nada. Que no podría vivir fuera de Torrelavega,
estudiar cine, llevar una vida normal. Por las noches, de madrugada, probaba a
comer pequeñas cosas, no sé, una onza de chocolate chupada para ver si era
capaz. No había manera. Me tenía que ir al baño para provocarme un vómito y me
pasaba un par de horas llorando abrazado al retrete, sintiéndome muy miserable.
Los psiquiatras y los psicólogos
trataban de buscar la razón a este bloqueo. Que si me veía muy gordo, que si
tenía problemas en los estudios, con mi familia, que si había sufrido un desengaño
amoroso (ya me hubiese gustado, pensaba yo, que sólo los vivía a través de las canciones de los Smiths y
de Slowdive). Me enseñaron a respirar
en caso de ahogo, ejercicios de relajación con música New Age de fondo…
Uno de los ciclos de la filmoteca
de Torrelavega era de cine extremo y polémico. Entre las películas estaba la
extraordinaria “La Mamá y la Puta” de Jean Eustache o la famosa “Sweet Movie”
de Dusan Makavejev probablemente la película más chocante que jamás había visto
hasta ese momento. Pero lo que me causó
más ansiedad es que en ese ciclo estaba “Lo Importante es Amar” de Zulawski. Yo
sólo había visto una película de Zulawski por televisión, “Mis Noches Son Más
Hermosas que tus Días” protagonizada por su esposa Sophie Marceau mucho antes
de volverse una pequeña estrella y sex simbol internacional tras ser la
mujer de Mel Gibson en “Braveheart”.
De ”Lo Importante es Amar” siempre había leído que era la interpretación más
descarnada y extraordinaria de Romy Schneider. Sabía que estaba entre las
películas favoritas de Terenci Moix gran fan de Romy y del que conocí una
semblanza de la actriz que publicó en El País Semanal en la que hablaba de la
belleza y el parecido de Sarah con su madre. Y de la trágica vida de una
estrella tan fulgurante, tan talentosa.
Es curiosa la cuestión genética y
de tradición. Romy era nieta de una afamada actriz de teatro austriaca, Rosa Rhetty.
Actriz durante los últimos vestigios del Imperio Austrohúngaro al que luego
Romy representaría para el mundo en su esplendor en la serie de Sissi, tenía
debilidad por su nieta y esta por ella. Con su madre Magda Schneider de la que
tomaría su apellido artístico la relación no era igual. Desde niña la tuvo en
el ambiente del cine y a través de ella comenzó a actuar. La amistad de Magda
con Hitler es un hecho muy documentado, tanto como la admiración de esta por el
sanguinario dictador y de él en el plano carnal (algunos llegan a afirmar que
fueron amantes). A Romy esto siempre le horrorizaría. Incluso en una película
discreta como “El Viejo Fusil” que vi en el ciclo de cine francés de mi
instituto haría de judía en la era de la ocupación.
Su hija Sarah Magdalena decía cuando era adolescente que no tenía ninguna
intención de ser actriz. Que quería estudiar y llevar otra vida. Pero no sé si
la vida, la tradición o la insistencia de terceros llevó al fin a la pequeña a
ser actriz aunque sí que hizo una licenciatura en La Sorbona. No es una gran
actriz o aún no ha tenido un papel para demostrarlo. En cine casi todo son
apariciones anecdóticas, muy secundarias y en las que yo he visto, no destaca
demasiado.
Tanto Magda como Sarah se parecen mucho a Romy. Mirándolas es imposible no
darse cuenta de que son familia. Son parecidas, incluso similares, pero tanto
la madre como la hija son mucho menos hermosas. A años luz de la belleza de
Romy. No hay algo que las diferencie demasiado, incluso Sarah tiene esa mirada
triste marca de la casa de su madre. Pero además de un mentón demasiado ancho
hay algo que no funciona bien en su cara para ser armoniosa como sí pasaba en
Romy. Con Magda pasaba lo mismo. Había algo poco estilizado en su rostro, algo
que se pulía en su hija. Y luego está la cuestión del talento.
La película me dejó sin palabras. Hasta el día de hoy es mi película favorita.
Un tótem vital insuperable. No sólo es la mejor película en la que participó
Romy sino que es la única a la altura de su inmenso, infinito talento. La
carnalidad que desprende el frágil personaje que interpreta, Nadine Chevalier,
se hace indistinguible de la triste vida de la actriz. Basada en una novela
llamada “La Noche Americana” de Christopher Frank, que nada tiene que ver con la
divertida película de Truffaut, el argumento trata de una actriz caída en
desgracia que tiene que dedicarse al cine pornográfico para que ella y su
desgraciado y demente marido (Jacques Dutronc) puedan sobrevivir. Un joven
fotógrafo (un excelente Fabio Testi antes de su ridículo paso por cuanto
reality le proponían) entra en uno de los rodajes en el que participa Nadine
Chevalier y saca unas fotos a escondidas. Tras ser descubierto y huir como
puede se obsesiona con Nadine y decide que ella merece tener la oportunidad de
mostrar su valía y, consiguiendo dinero de manera turbia, produce en secreto
una obra de teatro en la que ella será la estrella. El director de la obra interpretado por un
desquiciado Klaus Kinski trata de sacar lo mejor de ella. Una trama llena de
personajes excéntricos, maniacos, locos y enamorados por encima de todo, con un
amor irracional que traspasa la pantalla con una violencia que yo no reconozco
similar en otras historias, de la misma manera que deambulan como despojos a
los que sólo ese amor dignifica. La sobrenatural música de George Deleure (con
ecos a otra música suya para otra película igualmente maravillosa “Le Mepris”
de Godard) es la guinda que convierte todo en una tragedia de magnitudes
irracionales. Una película histérica en la que todos gritan, tiran cosas al
suelo o contra otros personajes, una fotografía feísta hasta extremos
desagradables y, en medio de todo ese caos, una Romy Schneider apenas
maquillada por ella misma ofreciéndose con una generosidad como interprete pocas
veces vista.
Explicar la película no tiene sentido porque todo va a ser injusto con ella.
Dada mi obsesión con la misma decidí llamar N. Chevalier, en honor al personaje
de Romy, a un efímero proyecto musical que tuve junto a mi hermano y del que quedó
como herencia una sóla canción. Una curiosidad es que el plano más conocido de
la afamada “Olvídate de mí” de Michel Gondry es un homenaje a uno mucho más
hermoso y con más lecturas que hay en “Lo Importante es Amar”.
El rodaje parece que fue tomentoso,
duro. Zulawsky se llevó a Romy a su casa para no dejarla descansar del
personaje (algo que no era necesario porque ella vivía tanto sus personajes que
a veces la hacía enloquecer). Ella en pantalla parece siempre al borde de
romperse. Cuando sonríe su rostro adquiere una profundidad en su tristeza que
es imposible mantenerse impermeable a ella.
Jamás volvieron a trabajar juntos aunque el director comentó que tenía
un guión escrito para ella pero que, tras su muerte, no se realizaría jamás.
A mí me gustan las cosas en
general. Y luego me gustan otras en particular.
A mí me gusta la música y la
tele. Y a veces me gusta el cine y los libros. Pero sólo a veces.
Me gustan las patatas fritas, el
salmón ahumado y las anchoas de Santoña.
Me gusta viajar pero me dan
miedo los aviones. Y alguna que otra vez me gustan los aviones pero me da miedo
viajar.
Me gustan las chicas, los
chicos, y varios cachivaches más. Y así ha sido desde que recuerdo.
Mis recuerdos no van más allá de
los ocho ó nueve años hacia adelante. Por alguna extraña razón tengo
bloqueados, si exceptuamos pequeños detalles, esa zona de mi vida. Supongo que
esto, de aquí en unos años más, me costará una millonada en
psicoanalistas. Al tiempo.
Pero ahora estoy en una clase y
a nadie le importa mi futuro. Y a mí menos que a nadie.
Tengo más de treinta años. Pero
una vez tuve catorce. Y cuando eres un chico acomplejado de catorce años sólo
tienes dos intereses en tu vida: las chicas y otra cosa. La otra cosa es a
elección de cada individuo de catorce años.
Mi otra cosa era el cine. Y lo
vivía como una especie de parafilia vergonzosa y vergonzante que había que
ocultar.
Ese año me regalaron una cámara
de vídeo. Me sentí feliz. Después me senté feliz. Y un rato más tarde comencé a
pensar a qué dedicaría mis interminables y solitarias tardes.
Experimenté de forma y maneras
diversas y, una noche que mis padres habían salido a cenar, decidí incursionar
en el mundo de la pornografía cinematográfica. Así, como suena.
El problema es que estaba solo y
eso no iba a cambiar. Decidí buscarme una pareja que no pusiese demasiadas
pegas y elegí un oso de peluche gigante. Pero cuando digo gigante, estoy
diciendo gi-gan-te.
En medio folio esbocé una trama
sencilla y divertida para, unos minutos más tarde, comenzar el rodaje. En primer
lugar me motivé yo y después pasé a motivar al infeliz oso.
No se quejó ni una sola vez a
pesar de que esa noche probó el sexo oral, el anal, el masoquismo, el bondage
y todo lo que se me fue ocurriendo. Y eso que, yo sospecho, mi oso era aún
virgen.
El rodaje terminó y tuve entre
mis manos el resultado. Lo vi un par de veces en compañía de mi suave amigo y,
acto seguido, procedí a su eliminación vía borrado. Era demasiado peligroso
tenerlo a mano y poder ser descubierto.
Alguna vez he tenido la tentación
de contárselo a alguien, pero siempre me pareció demasiado deshonesto. No por
mí, sino por contar las intimidades de mi oso.
Después de eso las cosas
cambiaron entre él y yo. Nunca más le volví a hablar. Y desde entonces observo
un extraño halo de tristeza en su gracioso morro.
Cuando iba a segundo de BUP en la
clase de francés, que yo tenía como asignatura optativa, prepararon una
excursión a San Juan de Luz en la frontera francesa para que practicásemos
nuestros escasos conocimientos. He de decir que no dije ni una sóla palabra en
francés a excepción de “merçi” cuando compraba algo. Pero ese viaje que
no sirvió para mejorar mi uso del idioma galo me dio una oportunidad fantástica
de añadir una pieza maestra a mi colección de fotos de la actriz que más amaba.
El destino no pero sí la casualidad hizo que ese fin de semana de Mayo hiciese
quince años de su muerte. Debido a eso Le Figaró en su dominical dedicaba la
portada y un amplio reportaje interior a ella, a sus fotos y textos repasando
su vida, sus éxitos profesionales y sus fracasos vitales. Lo compré tirando de
inmediato el periódico. No era un estudiante demasiado aplicado a la lengua de
nuestros vecinos a pesar de ser afrancesado hasta la médula. Al regresar
coloqué la portada de Le Figaró en mi carpeta del instituto. Por la otra cara
puse una foto de Los Planetas. Idolos también. No era la carpeta decorada de la
manera más ortodoxa y lo más que conseguí era una mueca de incredulidad al
confirmarles que sí, que era una foto de la actriz de Sissi. Esa carpeta
decorada de la misma manera me acompañó el curso siguiente en tercero, en COU y
toda la carrera en la Universidad.
Al año siguiente hice otra
excursión con la clase de francés, esta de varios días, a París. Estando allí,
en una tienda de memorabilia cinematográfica, compré una foto de una Romy
joven, hermosa, llena de vida que enmarqué al regresar a Torrelavega y colgué
en mi cuarto como si se tratase de una familiar. O de una novia. Y la otra cosa
que hice fue coger la guía de teléfonos en el hotel que nos alojábamos y buscar
cuantos Biasini D. había en París. Sólo había uno. No podía ser otro que el
teléfono de la casa de Sarah y su padre. Apunté el teléfono en una agenda con
el corazón acelerado, casi queriendo escapar de mi pecho. No me atreví a
llamarla durante la excursión. Me parecía ridículo, ¿qué le iba a decir? ¿Qué
hace años vi una foto suya en una revista de cotilleos y me enamoré de ella y
luego de su madre fallecida dieciséis años antes?. Y que la llamaba para…para
nada. Era una idea estúpida.
Regresamos a Torrelavega y unas semanas más tarde me
acerqué a una cabina con muchas monedas y fui metiéndolas una a una con el
corazón otra vez queriendo escapar de mí. Llovía de manera torrencial y el agua
caía hasta mis zapatos resguardados en aquellas cabinas cerradas de antes. Tome
aire mientras me temblaban las piernas. Marqué el prefijo de Francia. Marque el
prefijo de París y mientras marcaba el teléfono apuntado en el hotel repetía
entre dientes “Il est Sarah maintenant?”. No tenía ningún plan para
seguir tras esa frase pero me daba igual. Tras unos tonos al fin una voz de
mujer, no de una chica adolescente, se escuchó al otro lado. Medio
trastabillándome pregunté “Il est Sarah maintenant?. La voz de la mujer
comenzó a hablar muy rápido en un francés imposible de comprender por mí y
entonces colgué. Me fui corriendo a casa, avergonzado, y jamás repetí mi
intento de contactar con Sarah.
En mi ciudad, cuando yo era niño,
había tres salas de cine. El mayor el Concha Espina, antiguo teatro con la
decadente majestuosidad de un gran cine en una ciudad pequeña en tiempos de
cine aún más pequeño. En el vi “ET”, los Indiana Jones, “El Retorno del Jedi”,
“Atrápalo Como Puedas”, varios James Bond de los peores…También es el cine en
el que vi mi primera película. Una mañana de sábado había alguna razón para que
fuese una sesión gratuita, algún tipo de actividad infantil-juvenil. Fui con mi
hermana. El cine estaba a rebosar. Tanto que, a pesar de tener una capacidad
monstruosa (o así lo recuerda mi mente) tuvimos que sentarnos en el suelo como
otras docenas de niños porque estaban todos los asientos ocupados. Mi primer
recuerdo del cine es traumático. La película era una adaptación muy libre de la
Isla del Tesoro que jamás he vuelto a ver. Tras atar cabos creo suponer que era
una llamada “Misterio en la Isla de los Monstruos” del inefable y añorado Juan
Piquer Simón. No podría asegurarlo. Pero sí podría asegurar que el terror que
invadió a ese niño de quizá cinco años debe de ser el más intenso que he experimentado
jamás en el momento en que un monstruo cubierto de algas emerge de entre las
aguas amenazante hacia los protagonistas. Supongo que ese día me enamoré del
cine de manera irremediable.
Los otros dos cines eran el Pereda metido dentro de una galería comercial. Un
cine que era nuevo y cómodo, y los cines Arlequín, una multisala(por llamarlo
de algún modo pues eran sólo dos salas). Con eso y con mis viajes a Santander
para ver películas tanto en el cine comercial como en la Filmoteca me fui
formando como amante del séptimo arte. Tanto uno, el Pereda, víctima de un
incendio como los otros, Los Arlequín, víctimas de la desidia terminaron por
cerrar. El Concha Espina había cerrado mucho antes. Mucho tiempo después, de la
mano del dinero público, se convertiría en un moderno teatro, auténtico eje
cultural de mi ciudad natal.
Yo veía cualquier cosa que pusieran. No me importaba que fuese bueno o malo. El
ritual de ir al cine era una droga que sólo se calmaba al entrar en la sala y
comenzar los anuncios o los trailers anunciando futuras dosis de la misma
droga. A principios de los 90 un hecho jugó a mi favor de manera decisiva.
Gracias a la colaboración del ayuntamiento y un grupo de entusiastas se inició
una filmoteca. Cine en versión original en Torrelavega. Un sueño. Se alternaban
ciclos de clásicos atemporales con los estrenos más importantes de la temporada
del circuito de arte y ensayo. Gracias a ello podía ver en el propio año
películas de cineastas de los que me hice fan como Aki Kaurismaki, Hal Hartley,
Olivier Assayas, Eric Rohmer (con su estreno anual o recuperando títulos
antiguos) y otros que no me gustaban tanto pero siempre era interesante de ver
como Jaime Humberto Hermosillo, Derek Jarman, Gianni Amelio o Nanni Moretti el
cual jamás me hizo gracia. Tener eso cada jueves del año para un quinceañero
enfermo de cine era un milagro. Allí, gracias a uno de esos ciclos, vi la mejor
película que jamás hizo Romy, “Lo Importante es Amar” de Andrzej Zulawski.
Hace unos años tras pasar unos días
en casa de mis padres en Torrelavega cuando fui a sacar el billete de vuelta me
dijeron en taquilla que el autobús estaba completo. Y ese era el último del
día. Al día siguiente, a las nueve de la mañana, yo tenía que estar sí o sí en
la oficina para trabajar. Quise no ponerme histérico y busqué en Internet a qué
hora salía el tren desde Torrelavega a Madrid y si había plazas. Encontré uno
que salía a las doce de la noche de mi ciudad y llegaba a Chamartín a las ocho
de la mañana. Iba a ser una paliza tremenda pero, al menos, a las nueve estaría
en el trabajo. Trataría de dormir un rato en el tren. No podría ser más
incómodo que el autobús al que ya estaba acostumbrado. Que la mañana pasase
rápido y luego a dormir una siesta.
A las doce menos diez estaba yo con
mi pequeña maleta en la estación solo y muerto de frío por el viento del norte,
escuchando el mp3 y esperando el tren que llegó cuando faltaba un minuto para
la medianoche. Me metí en el vagón que quise porque no había asientos asignados
y resultó que ese vagón estaba vacío. La verdad es que sentí miedo pero a la
vez me veía ridículo por ese mismo miedo.
Dejé mis cosas sobre la rejilla de
encima de mi cabeza y saqué el Rock de Luxe que había comprado unas horas antes
para acompañar el viaje. El tren arrancó y yo me puse a leer una entrevista a
Iron and Wine.
Pocos minutos después la puerta
trasera del vagón se abrió y yo saqué de mi bolsillo el billete de tren. Pero
no era el revisor. Una chica de una edad que rondaría alguna zona indeterminada
de mediados los veinte, morena, pequeña, preciosa, con unos ojos tan claros que
parecían trasparentarse y marcando los mofletes al sonreír se sentó en los
asientos al otro lado del pasillo.
- Me ha dado
miedo estar sola en el otro vagón, ya ves qué tontería- me dijo.
Yo sonreí un tanto intimidado por
lo espontáneo e inesperado de su franqueza.
- Normal-
atiné a decir-. A mí también me hubiese pasado.
Ella sacó de su bolsa un portátil y
le enchufó unos auriculares antes que llegase el sonido de inicio de Windows.
Yo seguía leyendo mientras, de reojo, miraba qué hacía. Era una de las chicas
más guapas que había visto jamás, lo juro. No era una belleza agresiva sino
obvia, discreta, en voz baja.
Unos minutos después vino, esta vez
sí, el revisor. Yo posé la revista en el asiento para buscar en los bolsillos
el billete. Cuando el revisor se había ido y me había vuelto a sentar ella
llamó mi atención. “Mira”. Yo miré y me enseñó el mismo ejemplar del Rock de
Luxe que yo leía. Me reí. Se rió de forma espontánea, casi infantil.
- ¿Qué escuchas?
- El “Down Colorful hill” de Red House
Painters- contesté.
- Oh, ¡Qué
bonito! ¿Conoces a Ben and Bruno?.
- No.
Confieso que era la primera vez que
escuchaba ese nombre. Ella arrancó de un tirón los auriculares. Comenzó a sonar
una voz lastimosa sobre una minimalista base de guitarra. Me gustó mucho.
- Esta es mi
favorita. Se llama “New Friend”. Como nosotros.
Lo dijo con una sonrisa que le
llenaba la boca. Escuchamos en silencio los tres minutos que dura la canción.
Quedé absolutamente enamorado del grupo tras ese primer contacto. Me preguntó
qué me había parecido. No sabía qué decirle. Tenía la misma incapacidad para
dar una opinión que me ocurre cuando, al salir del cine, me preguntan qué me ha
parecido la película sin aún haberla digerido.
- Me ha
gustado. Mucho. Muchísimo, me ha encantado- acerté a decir.
- Lo sabía. No
podía no gustarte.
Estuvimos hablando un par de horas
separados por el pasillo. Hablamos de películas, de libros, de trabajos, de
nosotros y de música, claro. Ella sugirió ir a la cafetería. Nos tomamos unos
cafés sin parar de hablar. Ella gesticulaba mucho con las manos cuando contaba
algo lo que le daba un aspecto muy cómico. Era de Madrid y había ido a pasar
unos días a casa de su prima en Santander. Regresamos al vagón que seguía igual
de desolado que antes de irnos. Ella se sentó frente a mí y dejó el ordenador
en su lugar primitivo sonando de fondo, en repeat el “100 Grims Reapers” de Ben and Bruno. Ya
ni siquiera pensaba que en menos de cinco horas debería de estar trabajando.
Más tarde se cambió de asiento y se
puso junto al mío para cotillear la música que yo llevaba en el mp3: Vashti
Bunyan, Animal Collective, Vashti Bunyan y Animal Collective, Red House
Painters, Slowdive, Le Mans, Death Cab For Cutie, Girls vs Boys…
- El disco de
Ben and Bruno es el disco que ya no saben, pueden, quieren hacer Death Cab For
Cutie.
Escuchándolo pensé que algo de eso
había en el.
Ahora que estaba junto a mí me daba
apuro mirarle a los ojos tan grandes, tan bonitos, tan cercanos a los míos.
Hablamos y seguimos hablando cada vez más de nosotros y menos de las cosas.
Ella me advertía que yo no podría soportar el día de trabajo. Me desaparecía el
cansancio en cuanto rompía a hablar con su voz tranquila, dulce, siempre
sonriente.
En un momento dado, mientras yo
hablaba, me besó. Fue un beso rápido, indoloro, inesperado. De los que, tras
ocurrir, te preguntas si ha sido o no real. Pero lo era porque al morderme el
labio estaba aún el sabor dulce de los suyos. Puso cara de “yonohesido”
y sus mofletes se dispararon hacia arriba como si fuesen a salir disparados si
sonreía más.
Nos estuvimos besando media hora
más. Le pedí su mail.
- No puedo
dártelo.
- ¿Por?
- En Madrid, en
la estación, me esperan.
Fue un doloroso puñetazo. Ya eran
las seis de la mañana.
- Tengo dos
horas para convencerte de que me lo des.
Ella apoyó su cabeza en mi hombro y
entrelazó sus dedos con los míos.
- No servirá de
nada.
Esa vez su voz no sonaba cantarina,
ni risueña, ni alegre sino pesarosa y amarga. Tras unos minutos tomados de la
mano, en silencio, noté su respiración tranquila, ya dormida. La música de Ben
and Bruno seguía sonando sin cesar.
“She is a girl friend but not my girlfriend”.
No sé cómo, ni cuándo, pero me
dormí. Lo siguiente que pasó es que un empleado de RENFE me despertó porque ya
estábamos en Madrid. Medio atontado la busqué con la mirada. No estaba. Ni
ella, ni su ordenador, ni una nota de papel. Nada. Se había esfumado.
Con rapidez cogí mis cosas y salí
corriendo afuera del tren con la esperanza de que ella estuviese allí o pudiese
alcanzarla antes de que se fuese. Aunque estuviese acompañada. Me daba igual.
Pero no estaba.
Entré en el metro confuso con dolor
de cabeza por el sueño, enfadado conmigo por dormirme, con ella por irse así. Mientras
iba en el metro camino del trabajo ya no sabía si en realidad yo estaba loco y
no sería más que un sueño que había tenido, un sueño tan intenso que lo
confundía con la realidad.
Saqué del bolsillo el mp3 y lo
encendí. Al navegar por las carpetas vi un disco que no estaba cuando yo salí
de Torrelavega, “100 Grims Reapers” de Ben and Bruno. Lo puse.
Nunca más la volví a ver ni en
conciertos, bares, la calle o cualquier otro sitio que dadas sus
características y gustos debería de frecuentar o conocer. Me hubiese gustado
decirle que, años después, el disco no ha salido jamás de mi mp3 por muchos
cambios y limpiezas que haya hecho. Algunas veces al escucharlo, como ahora
mismo, me cuesta pensar si en realidad fue buena o mala suerte lo que pasó.
Unos días pienso que fue buena. Otros que mala. Pero nunca ambas cosas a la
vez.
Gracias a un ciclo de la Alianza
Francesa que ponían en mi instituto, El Marqués de Santillana, pude ver otras
dos películas de ella “El Viejo Fusil” de Roberto Enrico que me gustó, y “La
Muerte en Directo” de Bertrand Tavernier que me encantó. En ese mismo ciclo
pusieron “El Círculo Rojo” de Jean Pierre Melville que me pareció aburrida,
incomprensible e infumable. Cosas de la edad y el gusto sin formar: es una obra
maestra. En la tele pude ir viendo otras de sus películas “Mi Hijo, mi Amor”,
“El Combate de la Isla”, “El Cardenal”, “El Proceso”... Del videoclub saqué la
única disponible de ella a excepción de la serie de Sisi que ya tenía más que
vistas, y que estaba allí por ser el protagonista Woody Allen. “What’s the New Pussicat?” es una divertida
locura con una magnífica canción a cargo de Tom Jones. Adquirí en el catálogo
de compra por correo de Discoplay “Préstame a Tu Marido” de David Swift en la
que se acompaña de Jack Lemmon. La película
estaba en la sección de saldos.
Mientras tanto seguía guardando lo que podía de Sarah
y, si tenía suerte, lo que podía rapiñar de Romy. A veces algún artículo en
alguna revista de cine (estaba suscrito a Fotogramas y compraba esporádicamente
otras). Recuerdo que una vez en noticias breves había una foto de Romy vestida
de novia en una prueba de vestuario para la película llamada “L’Enfer” de HG
Clouzot. Una película maldita que jamás se pudo realizar y de la que Claude
Chabrol realizaría una nueva versión con el guión original. La protagonista
sería Enmanuel Beart en el papel de Romy. Beart que se convertiría en la
segunda musa de Sautet tras Romy, Chabrol con el que Romy rodó “Inocentes con
Manos Sucias”. Es evidente que, como dijo Sarah, el destino no existe pero sí las casualidades circulares.
No mucho después se estrenó la película de Claude Chabrol basada en el guión de
Clouzet. Beart era una actriz de la que había podido ver unas cuantas películas
y la consideraba entre mis favoritas de entonces. Su belleza era insultante y
estar casada con un feo-guapo como su coprotagonista en “Un Corazón en
Invierno” de Sautet, Daniel Auteil, me hacían tenerla más simpatía. En esa
época yo había visto de ella “El la Boca No” de André Techine y “La Bella
Mentirosa” de Jaques Rivette (del que había visto “París nos Pertenece”,
película que amaba con fervor). En los 90 más o menos podía seguir el cine
contemporáneo y verlo en versión original gracias a que en mi edificio habían
pirateado la señal de Canal + y junto a la programación de la 2 constituyeron
parte de mi menú de cinéfago impenitente y de provincias.
La película de Chabrol me gustó de manera moderada. La vi una tórrida tarde de
Julio en un cine de Santander mientras afuera, en el mundo, Indurain
sentenciaba uno de sus cinco tours. No sé cuál. Fue la segunda película que vi
absolutamente solo en una sala de cine. La primera había sido “Cronos” de
Guillermo del Toro en los cines Arlequín de Torrelavega. Estar con pocas
personas, incluso con otra persona, sí que me había ocurrido bastantes veces,
pero solo únicamente en aquellas dos ocasiones. No me ha vuelto a pasar. Me
daba bastante vergüenza salir de la sala tras acabar la película y pensar que
les había jodido la tarde.
Cuando yo tenía doce años mi
hermana mayor compraba la Teleindiscreta. Entonces era una revista muy
diferente a la que fue luego. Era la época en la que regalaban cromos de V, McGyver
o Alf… Recuerdo que siempre se habló de una segunda parte de V. En plena
V-manía, Teleindiscreta dijo que había conseguido “en exclusiva” la
continuación y, durante varias semanas, publicaron una especia de cómic con esa
secuela como guía.
Recuerdo vagamente el argumento que
era algo parecido a que Diana y los suyos creaban un sol artificial que
abrasaba la Tierra y terminaba con las reservas de agua. Vamos como Almería
pero con lagartos más grandes. Al final los chicos de Donovan ganaban gracias a
los polvos rojos.
Mis primeras indagaciones respecto
al sexo se consumaron a través de las revistas para quinceañeras de mi hermana.
Las preguntas sobre cómo masturbar a un noviete de 14 años, la forma menos
dolorosa para la desfloración anal o si había algo de malo en tragarse el
semen, unidos a las narraciones de “así fue mi primera vez” con supuestas
quinceañeras que escribían todas con el mismo estilo (una mezcla entre la
cursilería calentorra de Danielle Steel, y la cursilería a secas de Corín Tellado) me ponían a cien.
Mi hermana compraba esas revistas
porque era fan de A-ha y casi siempre salía algo de ellos en la cima de su
popularidad. Lo que recuerdo con más cariño eran las entrevistas inventadas de
la Superpop que siempre seguían un esquema similar a este:
- preguntas sobre si se
esperaban ese éxito
- preguntas sobre las fans
españolas.
- preguntas sobre cómo les
gustaban los pechos de las chicas, si grandes o pequeños (recuerdo una de esas
supuestas entrevistas a Rob Lowe, en plena borrachera de éxito, que decía algo
como: “a mí me gustan que quepan en una copa de champagne”. Los aficionados a
lo más sórdido de Hollywood recordarán su escándalo con las cintas de video y
las menores, y no parecía quejarse del tamaño de las tetas de sus
coprotagonistas del film casero)
Esta pregunta era invariable y se
la hacían desde a Franco Batiatto (hit en aquel tiempo) o a Jimmy Sommerville
que, dejados atrás Bronsky Beat, era la estrella marciana con los Communards.
Me acuerdo de una portada en la que
salía con cara de pocos amigos Don Johnson y que decía: Corrupción en Miami
peligra porque, en una encuesta entre mujeres norteamericanas, el que hacía
de Ricardo Tubbs, salía elegido como el
hombre más sexy del planeta por delante de él (bueno el titular sería más
corto, pero yo no soy periodista)
Mi hermana tenía dos amigas en el
portal. Una era Antonia, también fan de A-ha, y la otra era Lucía. La madre de
Antonia murió cuando yo era pequeño y fue la primera persona que yo conocí que
había muerto.
Lucía era fan de The Cure y de
Depeche Mode. Vestía como Emily the Strange y todos pensábamos que era muy
rara. Una vez estábamos en su casa y Lucía, que había suspendido siete, quemó
las notas delante de nosotros, en el fregadero. Esto causó en mí una mezcla de
miedo y fascinación atroz hacia el personaje: estaba haciendo algo terrible
(quemar las notas) y siempre vestía de negro. Siniestro era un adjetivo más que
adecuado.
Años después mis padres comprarían
ese apartamento y lo gracioso es que, al cabo de un tiempo, me di cuenta de que
en lo que hoy es mi habitación cuando vengo a pasar unos días a Torrelavega,
raspado sobre la pared, cerca del techo, apenas imperceptible, hay una
inscripción que dice MODE en mayúsculas, y dentro de la “O”, escrito en pequeño
“depeche”.
En invierno, durante varios años,
tuve que llevar el mismo abrigo azul oscuro de botones en forma de colmillo o
cuerno imitación marfil que odiaba con todo mi alma. Pero era una de las pocas
prendas “buenas” que tenía y se resistía a desgastarse o romperse.
El hermano de Lucía se llamaba
José, era de mi edad, y jugábamos siempre por el barrio. Yo vivía en un barrio
de los de antes, dónde se hacía la vida en la calle. Llegaba del cole,
merendaba un bocata de nocilla, chorizo o jamón y veía Barrio Sésamo y, más
tarde, Los Mundos de Yupi para salir pitando a las aventuras que me esperaban
abajo, en la acera.
También recuerdo practicar inglés
viendo la tele: “Hello, I’m Mazzy”.
Sorolla (que así llamábamos a José
por su apellido) era un chico de una desbordante imaginación. Fue el primero
que tuvo vídeo y nos pasábamos tardes enteras viendo tres veces seguidas “Los
Goonies”, “Exploradores”, o “Admiradora secreta”.
Salir del barrio para ir, no sé, a
La Plaza Mayor, era toda una aventura para unos River Phoenix de medio pelo
como nosotros. O escondernos cuando venía al barrio “El Drogui Ponchi”, un
gitano yonki con sus converse desgastadas, del que se decía que había estado en
la cárcel por matar a un hombre.
Sorolla cazaba arañas y las metía
en un pequeño bote de cristal para hacer “guerras de arañas”. En realidad las
arañas no peleaban sino que morían por asfixia o por falta de alimento
transcurridos unos días.
El padre de Lucía y de Sorolla era
taxista. Murió de cáncer de garganta uno de esos años.
En el barrio éramos mucha gente.
Aparte de Sorolla estaban Rafa y su hermano David, los hijos de la peluquera.
Marquitos, hijo de Quijano (un tipo mezcla entre bonachón e hijo de perra).
Alexis y su hermano Rafita. Darío, Sixto, mis primos Borja y David, mi amigo
José Cipitria al que toda la vida hemos llamado Cipi...
Cipi ha sido, lo que se suele
llamar, mi mejor amigo. Sin él mi adolescencia hubiese sido mucho peor de lo
que en realidad fue. En el instituto empezamos a comprar Rock de Luxe un mes
cada uno menos la de Enero que la comprábamos los dos. Nos juntábamos en el
boulevard con el catálogo de Discoplay, del Sur o de Tipo y elegíamos con
cuidado los discos a pedir para luego intercambiárnoslos y, a la vez, ahorrar
en los gastos de envío.
Hablábamos mucho de cine o de
música pero no de sentimientos. Supongo que a través de la música exorcizábamos
fantasmas con metáforas sobre lo que nos producía tal o cual canción. El
compraba Slint o My Bloody Valentine, y yo Disco Inferno o The Jam. El
“Disintegration”, yo “La Memoire Neuve”. Y luego nos los pasábamos unos días
para disfrutar de los libretos o de la galleta original, antes de grabarlos en
una de las cientos de TDK que duermen hoy en día bajo mi cama en casa de mis
padres.
Como no existía Internet (para
nosotros, hablo de los primeros y mediados 90) algunos discos y, sobre todo,
canciones se convertían en míticos para nosotros. Me acuerdo especialmente de
“Love Will Tear Us Appart” de Joy División, y de “Bela Lugosi’s Dead” de Bauhaus.
Como había que decidir qué discos comprarse pues, por ejemplo, yo podía elegir
comprar uno de Oasis en vez de un recopilatorio de Bauhaus. Ahora parece un
acto estúpido pero en el momento en que salió “Definitive Maybe” parecía una
decisión, cuando menos, razonable para un chico de 16 años.
El caso de “Love Will Tear Us
Appart” fue diferente. Yo tenía el “Closer” y el “Unkown Pleasures” pero...en
ninguno de los discos aparece esa canción. Y comprar un recopilatorio del que
tenía casi todas las canciones sólo por ella, me parecía un despilfarro para
unas decisiones que se tomaban una a una con meditada y matemática precisión.
Cuando pasaron los años y ya escuché ambos temas, del de los de Curtis me
enamoré a la primera escucha, casi al primer segundo, y en cambio Bela
significó una profunda decepción, aunque el tiempo (no mucho) se encargó de
subsanar esa primera impresión.
Casi toda la música que descubrí
por aquella época me ha seguido gustando después aunque también hay grupos que
ya no soporto. Nunca he entendido ese reverencial respeto por la música que fue
importante en tu vida en un momento y que por ello deba seguir gustándote con
el peso de los años. Yo no he tenido problemas en regar con gasolina mi pasado
y hacerlo arder para que no quede ni rastro mientras me quedaba de pie mirando
el crepitar de ese fuego.
Otro de mis amigos del barrio era
Jesús Manuel, al que todos llamábamos “Nene”. Supongo que por su cara de niño,
pero ¿qué cara puede tener un niño cuando es un niño?
Nene siempre fue un bala perdida.
Era el que sacaba de quicio a los profesores, el que levantaba las faldas a las
niñas, el que rompía las ventanas, o el que no iba a clase. Era hijo único y le
daban todo lo que pedía. Cuando la
fiebre del skate él siempre tenía la mejor tabla, y la customizaba cada
poco tiempo, la tuneaba hasta la admiración de los que lo rodeaban. Yo nunca
tuve una tabla. Era, y sigo siendo, torpe. Y además era un objeto caro.
Yo prefería leer a “Los Cinco” o
los seriales de internados de Enyd Blython y fantasear con mi vida en uno de
ellos. Aunque fuesen internados femeninos. Eso era un detalle menor.
Nene empezó a pasar costo en el
instituto y ha estado un par de veces en la cárcel por tráfico de sustancias
mayores. Cuando teníamos trece ó catorce años Nene hizo un viaje con sus padres
para visitar a unos familiares en Dinamarca. Su padre sufrió un accidente
cardiovascular y murió allí. Según me contaron entonces, habían tenido muchos
problemas para traer el cadáver. No sé. Su madre, Telma, hace arreglos de
costura y plancha ropa por toneladas para no sé qué empresa. Ella vivía con un
tipo muy desastrado que la dejó embarazada y luego, simplemente, la dejó.
Otro era mi vecino Elías al que
llamábamos Dios porque daba igual por donde estuvieras que siempre te lo
encontrabas. En el piso donde él vivía, de madrugada, se escuchaba un trajín de
muebles, a veces casi insoportable. A las tres de la mañana y hasta más tarde.
La teoría en mi casa es que la madre no podía dormir y que cambiaba los muebles
de sitio cada noche. Es que la madre de Elías-Dios tenía unas ojeras muy
pronunciadas.
Al barrio venía gente de otros
barrios. El nuestro se llama El Carmen porque estaba donde la clínica El
Carmen. Cuando cerraron la clínica se dejó abandonado mientras decidían qué
hacer con el edificio y el terreno. El resultado es que se llenó de yonkis que
se iban a pinchar allí y que, supongo, hasta vivirían allí. En esos tiempos
teníamos que estar esquivando jeringuillas mientras jugábamos. Más tarde lo
tiraron y construyeron unas dependencias municipales pero el edificio tenía
algo que incumplía algún tipo de normativa y lo derribaron también para hacer
un centro de salud. Hace como tres años tiraron ese centro de salud y lo
hicieron parking municipal. Ahora es un edificio de dependencias judiciales.
A veces, en el barrio, como éramos
medio asilvestrados, hacíamos lo que denominábamos “invasiones” y que
consistían en ir a otro barrio cercano y apedrear a los niños de ese otro
barrio. Tras la invasión nos quedábamos jugando allí hasta que nos aburríamos y
nos volvíamos al nuestro dejando a los vencidos con su territorio natural.
Otras veces era más tranquilo y
sólo jugábamos partidos de basket o de fútbol. O de béisbol. O de Hockey (sobre
asfalto, con sticks hechos por nosotros, con una pelota de tenis como
pastilla). Teníamos las rodillas y los codos llenos de raspaduras y costras
pero era lo normal.
El barrio que más veces invadimos
era La Cepa. En el vivía Ignacio Quintana y era compañero de mi primo Borja en
el colegio Cervantes. Les daba clases quien años más tarde sería la alcaldesa
de Torrelavega, Blanca Rosa Gómez.
Ignacio era casi un adoptado de
nuestro barrio porque se pasaba casi todas las tardes por el. Lo que no evitaba
que cuando nos enfadábamos con él saliese el alma xenófoba que habita en todos
nosotros y le decíamos: “Vete a tu barrio, que este es el nuestro”. Y no era
más que una calle, un jardín, y unas puertas metálicas de garajes que nos
servían de porterías de fútbol.
Ignacio era tartamudo. Cuanto más
nervioso se ponía más tartamudeaba. Me tocó como compañero de clase en tercero
de BUP. No era un mal estudiante y, a pesar de su tartamudeo, siempre andaba
preguntando.
Es extraño que una persona tan
curiosa como yo apenas haya preguntado en clase. Ni en el cole, ni en el
instituto, ni en la universidad… Siempre he tratado de buscarme yo las
respuestas. Supongo que por eso soy tan observador y de lo que me cuentan los
demás, unido a lo que yo deduzco, me hago las composiciones de lugar.
Cuando terminé el instituto dejé de
ver a Ignacio. Me dijeron que se había hecho militar. Hace como siete años me
enteré que se había matado en un accidente de coche. Se empotró contra un
puente. Por lo que me contaron iba tan puesto de éxtasis que en vez de pupilas
le brillaban dos pequeños smilies.
A muchos de ellos no los he vuelto
a ver. A Sorolla o a Nene cada vez que los veo los saludo con una tímida
sonrisa a punto de estallar y un ligero movimiento de cabeza. Nada demasiado
efusivo. Antonia y Lucía están casadas y con hijos. Cipi anda trabajando por
Luxemburgo. De la mayoría no sé nada. Paradójicamente hace mucho que no veo a
Elías.
¿Y yo?. Llevo un abrigo(cosas de la
vida) muy parecido a los que odiaba llevar cuando iba al cole del que prende
una chapa de Sin Chan y, con más de treinta años, me paso más tiempo en el
pasado (musical, sentimental, literario, ideológico) que en el presente o que
en el futuro.
Como si aún no hubiese aprendido a
vivir fuera de aquel barrio.