Creo que toda mi vida, desde que era
muy pequeño, me la he pasado haciendo planes e imaginando qué me
esperaba y, a veces, deseándolo con tanta fuerza que estaba seguro
que pasaría sin remedio. Siempre fantaseaba en cómo sería el
verano, los regalos de Reyes, el curso próximo, cuando fuese a la
universidad, el momento en que me enamorase, cuando me casara y la
excitante vida que me esperaba una vez llegase a lo que consideraba
“ser mayor” (de niño algún lugar impreciso de la veintena en
adelante).
Como a casi todos enfrentar la
realidad a la fantasía nos traía no pocas frustraciones. El verano
era tedioso en muchos momentos, los regalos de Reyes nunca cumplían
las expectativas (familia humilde obliga), el siguiente curso siempre
era muy parecido al anterior, la universidad era como el instituto
pero sin los repetidores que hacían chistes en alto y con muchos
profesores que sólo parecían saber de lo suyo y nada sobre el resto
de cosas, el amor tenía un defecto llamado desamor, el matrimonio,
pues por ahí estará, he escuchado sobre el y, a veces, mi
excitante vida se ha convertido en una pequeña sucesión continua de
decepciones. Sobre todo conmigo mismo.
Pero, a pesar de todo, jamás he dejado
de hacer planes y seguir esperando por un cambio, por algo que diese
sentido a la espera, a las esperas. Porque, a veces, la vida es
básicamente esperar. Y, a veces, esperar da resultados. Y, a veces,
las fantasías sobrepasan las realidades. Y, a veces, uno piensa que
todo lo anterior no era la pérdida de tiempo que parecía sino la
preparación para otra cosa que, en otro momento, en otro lugar con
los mismos protagonistas hubiera sido muy diferente. No hablo del
destino y no me estoy poniendo Paulocoelhesco o al menos no lo estoy
intentando. Hablo de todas esas cosas que ocurren al margen de lo
esperado justo cuando seguíamos esperando. Y que superan, en mucho,
todo lo imaginado, todo lo deseado.
No es sorpresa adivinar que estoy
hablando de J. Hoy es 11 otra vez pero no es un 11 cualquiera. Hoy es el
último 11. Y, a veces, no está mal que algo sea lo último aunque
ese algo haya sido muy bonito, te haya dado muchas alegrías o haya
determinado el amor hacia una persona.
Desde hace un tiempo hago planes que no
son en primera persona del singular y los planes se vuelven
conjuntos. No el tú y el yo sino el nosotros. Y, a veces, es tanta
la emoción que me entra miedo a que se vuelvan como el resto de
planes, deseos, anhelos y acaben por no materializarse. Pero tengo la
estúpida convicción de que sí pasará. Y no es un bobo optimismo
Lo digo porque ya está pasando.
Al pensar en planes recordaba la
canción de Le Mans “Mejor Dormir”. Es una de mis canciones
preferidas de uno de mis grupos favoritos. La sencilla descripción
de lo que puede ser un simple domingo en una pareja de enamorados llena de actos normales, de arrumacos y, por supuesto, de planes en
pareja. Planes como salir a pasear en el coche y perderse y perder el
tiempo. Pero hacerlo juntos. Cuando J y yo planeamos esas cosas,
cuando jugamos a ser encantadoramente convencionales es de los
momentos que más disfruto. Y, a veces, me darían ganas de que sólo
fuese un domingo interminable de planes que dejamos de hacer por
pereza. Por esa pereza que nunca se valora lo suficiente.
Ahora cumpliremos los planes inmediatos
para pasar a los de más adelante. Y, a veces, no podríamos ni
recordarlos. Hay planes para mañana, para el próximo domingo, para
el lunes 20 (¡vamos al cine!) o para el próximo Mayo. Y para la
navidad siguiente y el 2015. Sin miedo a que algunos se nos vayan
quedando por el camino. Sin tiempo a lamentarnos por ellos porque
nosotros, o sea, nosotros, tenemos tantos planes como amor: para
derrochar.
Qué cosa extraña es el miedo. Desde hace unos días mi vida
ha estado dominada por el miedo. Por diferentes miedos a diferentes cosas
aunque en el epicentro de todas estaba, claro, J.
Yo, supongo que como todos, soy producto de mis miedos.
Tengo miedo a muchas cosas entre las que destacaría a las arañas (también a los
insectos en general), a volar y diría que hasta los propios aviones, a la
velocidad, a la altura, a la muerte (quizá esta resuma varios de los otros), a
llamar la atención en público, a los ascensores (si alguien se mueve con cierta
violencia o un niño salta jugando puede verse mi cara de terror), a ahogarme al
comer (tanto que mastico hasta la sopa, supongo que una secuela de lo contado
en esta entrada) y varios miedos menores. Algunos son persistentes desde hace
mucho e incluso tienen una extraña relación. Cuando era más pequeño, al inicio
de mi adolescencia incluso en mi última niñez, cada vez que veía un perro
suelto cambiaba de acera. Lo curioso es que jamás me ha mordido un perro pero
aún los tengo miedo aunque trato de dominarlo.
Pero no era la única razón para cambiar de acera. Cuando
yendo por la calle tenía que atravesar un grupo de chicas digamos, cuatro o
cinco, sentía tal pánico que solía cruzar a la otra acera por evitar el trance
de pasar entre ellas. Era un miedo raro y quizá un poco estúpido. Pensaba que
se reirían de mí y quería evitarlo a toda costa. Tenía miedo a ese grupo de
chicas. Supongo que mi relación problemática con mi propio físico era el
detonante. Nunca me he encontrado cómodo con mi propio físico aunque eso no
entraría en el tena de los miedos sino en uno diferente como es el de los
complejos. Las chicas sí, me han dado un poco de miedo siempre. Sobre todo en
grupo y si gritan entre ellas aunque sea de felicidad. Supongo que es puro
desconocimiento. Muchas veces los miedos son por pura ignorancia.
Por J si bien no podría decir que supero sí que enfrento a
varios de esos miedos: a volar, a las alturas y la velocidad, a los perros, a
las arañas y, por supuesto, a las chicas. O al menos a una chica porque ella lo
es. Y preciosa. A la belleza no le tengo miedo. Ni a una inteligencia como la
suya como ya expliqué hace un mes.
El fin de semana sucedió algo que me hizo entrar en un
pánico que no recordaba haber sentido antes y del que parezco incapaz de
despegar, de dejar atrás. No entraré en detalles porque ni viene a cuento ni es
el lugar ni si quiera es relevante para lo que hablo. Pero desde esa madrugada
del sábado al domingo soy incapaz de pasar demasiado rato sin que el escalofrío
me asalte.
El miedo es paralizante porque no responde a un hecho, a
algo que resolver, sino a un enigma. A algo que, en realidad, no sabes cómo es
de manera real. Porque es como pegar puñetazos a una nube, a la niebla. Tengo
miedo de algo que no ha ocurrido pero que podría ocurrir o, como es el caso,
haber ocurrido. Tengo miedo a algo que no pasó y que es improbable que vuelva a
ocurrir. Pero me da miedo. Un miedo tan grande que a ratos no me dejaba dormir
y que me asalta y domina en lo momentos más insospechados y desestructura lo
que esté haciendo ya sea comer, trabajar, ver la tele o leer. Mi mente salta al
origen de ese miedo, de un miedo a algo terminado, sin consecuencias pero que
me lleva dominando por días.
Supongo que no hay miedo mayor que la idea de que algo
malo le pueda suceder algo a un hijo.
Yo eso no lo he experimentado pero espero hacerlo en el futuro. El futuro es un
miedo recurrente aunque yo temo más a mi pasado por desaprovechado. Pero el
miedo por la persona amada también es aterrador. Desde que J está en mi vida
hay varios miedos relacionados con ella que, lejos de remitir, parece que
aumentan cada día. Por supuesto el lógico a que le pase algo malo, ese que me
tiene atenazado desde el fin de semana. Pero también otros como el miedo a que
no salga bien esto cuando todo está preparado para que sea perfecto, cuando
todos los indicios y señales parecen no dejar otra opción que sea así. A veces
esto es un miedo menor porque no veo razón o posibilidad de que esto ocurra
pero otras se convierte en miedo mayor como cuando un simple malentendido
trastoca un plan.
Cuando se encadenan dos miedos atronadores como ha ocurrido
en apenas cuatro días uno siente que es el pobre Totó llevado en círculos por
el tornado camino de Oz. Que no le queda más remedio que permanecer en la cama
esperando que todo pase, que todo se calme, que todo vuelva a la normalidad.
Pero el miedo destensa el tiempo también y las horas parecen días y los días
parecen semanas. Y el sábado parece que fue hace meses y por eso la desazón es
mayor porque, aunque pasa el tiempo el miedo no cede sino que, por momentos,
retorna con más fuerza si cabe. Y quizá me da más miedo porque soy yo el que
más miedo tiene. Y me sorprende y me da miedo. Debería sentirme aliviado porque, en realidad, sólo fue un aterrador susto, pero solo siento una cosa: miedo.
La sensación de admirar a alguien de carne y hueso es
extraña. Todos admiramos a músicos, escritores o actores. Pero admirar a
alguien con quien tienes contacto es mucho más raro y complicado porque tienes
el feed-back de su vida, de sus contestaciones, de sus malos días y de sus
bostezos.
Siempre digo que no puedo amar a quien no admire. De hecho
no puedo siquiera salir (con el matiz romántico que se prefiera) con una
persona que no tenga cualidades que yo admire, que me quede fascinado por lo
qué hace y cómo lo hace. Ahora, por supuesto, está ocurriendo.
J escribe muy bien. Me gusta cómo mira el mundo. Le ayudan
esos ojos tan bonitos, tan llenos de vida que ya había comentado en la entrada
anterior. Esos ojos que me atraparon por cómo me miraba a mí y que le han
permitido ver algo que no había visto nadie antes. Y así mira las otras cosas
de la vida. Cuando ella escribe de música, o de política, o de lo que le rodea
lo hace de manera reconocible para mí que la conozco. Veo y escucho en mi
cabeza su acento que se dibuja en cada una de las sílabas de lo que ha escrito.
Muero de ganas de que me deje leer entero el libro que tiene
escrito pero está reescribiendo, porque sólo me dejó dar un bocadito. Un libro
en el que está ella, su mirada, sus ojos. Un libro que será importante para
ella, para su familia porque cuenta una historia de las mujeres de su familia,
y será importante para otras mujeres que lo lean. Pero eso será más adelante.
Ella ahora mismo está siendo muy feliz. En este mismo
instante lo está siendo porque está viendo a un grupo al que tenía ganas de ver
hace años, uno de sus favoritos de ahora mismo. Uno formado por dos jóvenes que
se bastan y se sobran para inyectar la energía de su música en ti. Nada que ver
con esas disfrutables (yo el primero) pero un poco patéticas vueltas que
estamos viendo de los héroes musicales de la gente de nuestra generación
convertidos en dinosaurios del rock interpretando todos y cada uno de los
papeles de los que ellos vinieron a sepultar, a sustituir.
Admirar a alguien
con quien hablas horas y horas cada día y con quien, inevitablemente, surgen
conflictos, malestares, con quien te dejas de hablar dos días y a quien piensas
en no perdonar durante un instante es mucho más complicado que admirar a
alguien a quien conoces a través de su música, sus libros o la imagen que
quiere dar de si mismo en una entrevista. Pero esa admiración pasa a ser mucho
más profunda porque viene acompañada del amor. Y no, no hablo de que valore más
lo que hace alguien que ame por el hecho de amar a esa persona sino de lo
contrario, de amar más a esa persona por la admiración que su talento provoca
en mí.
En eso estoy. Ya es 11 de nuevo y, a veces, cuesta creer que
alguien a quien admiras tanto te diga todos los días “te quiero”. Si hasta
cuando canta no puedo dejar de pensar en que es increíble que me haya elegido
para estar con ella.
Conocí a J por casualidad como suelen pasar estas cosas. Fue
un 11. Al rato ella dijo “hola” y ese “hola” cambió todo. Me cuesta hablar de J
porque ella es una persona diferente a todas las que he conocido hasta ahora.
Me gusta hablar con J porque sonríe y, muchas veces, esa sonrisa estalla en
risa contagiosa para volver a su estado natural de sonrisa. La primera vez que
hablé con J pensé que su voz era demasiado grave que no pegaba con su cara tan blanca que, a veces, parece que se transparenta. Pero no. Con el tiempo su
voz es indisociable de su cara. Una cara que me tiene hipnotizado. Porque
cuando me mira me quedo paralizado y se me olvida que existe algo fuera de eso.
J no es una persona como las demás. J me ve como soy. Y nadie me había visto
como soy hasta ahora. Pero ella lo consigue. Y lo que ve le gusta. Así que J con naturalidad, sin darle importancia, me hace ser mejor cada día porque con
ella no tengo que tratar de adaptarme a las hechuras del mundo porque nuestro
mundo se adapta a nuestros tamaños.
J es pequeña. Y yo soy pequeño. Cabemos en cualquier parte y por eso nos
podemos esconder de los ojos de los demás en cualquier momento. Aunque estemos
rodeados de gente. Ella dice un “hola” y esa es la señal de que quiere que nos
escabullamos, que estemos a solas y que nadie nos moleste. Que nos quedaremos
mirándonos fijamente durante minutos sin decir nada, ella sonriendo y yo muerto
de vergüenza y de amor.
J tiene un secreto y ese secreto soy yo. Cuando me muestra los discos en la
habitación para decidir cuál poner sé que cada uno de ellos le importa.
Como ha de ser cuando uno compra y tiene un disco. A veces abre la caja y
dentro no está el disco y pone cara de sorpresa y yo me río. Y así pasamos el
rato esperando el siguiente.
J y yo podemos jugar a ser Las Vírgenes Suicidas y hablarnos
mediante canciones, sin tener que decir una palabra. Me gusta escuchar cómo se
emociona con algo que le gusta y cómo calla cuando digo algo que acelera su
pulso. Y aunque, a veces, me dice que no debería decir esas cosas yo espero el
momento en que volver a decir algo nuevo, algo que no estaba previsto y jugar a
desarmarla para que piense que jamás serán las cosas iguales, que no habrá
rutina y que cada día podemos encontrar nuevas reglas que imponer para romperlas
al final del día.
J es la persona más valiente que conozco. J trabaja rodeada
de gente que por ser hombre piensa que sabe más o sabe mejor hacer el trabajo
que ella. Pero no es verdad. J es mejor y lo demuestra aunque tenga que
demostrarlo el doble para ser reconocida lo mismo. Admiro a J. No puedo querer
a alguien que no admire. Tampoco puedo querer a alguien que no le gusten The
Beach Boys y a J le gustan The Beach Boys. Pero J es doblemente valiente porque
está siendo valiente por mí. Se está arriesgando por mí. Y lo sabe. Y puede
perder mucho pero se arriesga. Por mí.
J me pregunta muchas veces porqué la quiero. Una día le dije
que había esperado por ella muchos años. Ella rió y me dijo que no nos
conocíamos hace años. Y yo le respondí que sí, que yo sabía que ella existía
pero que no sabía quién era. Sólo era cuestión de encontrar en qué persona se
escondía. Pero yo sabía que J existía. Cómo no saberlo si la había imaginado por
años y en una semana ya sabía que era ella la que imaginaba. Cuando uno piensa
en que se enamorará fantasea con una serie de ideales. A las personas que va
encontrando las hace encajar en el molde de sus fantasías. Unas caben mejor que
otras. Algunas hay que empujar y otras pueden cubrir una parte grande de ese molde
y uno preguntarse si era la persona perfecta al quedar tan ajustada a el. Pero
con J es diferente. J no encajaba en el molde de lo que quería. J era el molde.
A veces J me pregunta si yo existo. Y tengo que pasar un rato
convenciéndola que sí, que existo. Que me puede ver y escuchar. J y yo hacemos
planes. Pero a veces se asusta y hace como si no los hubiéramos hecho. Pero los
planes están hechos y los planes son para ser realizados.
J enfermó de faringitis y entre el delirio de la fiebre
alta, altísima, y su debilidad tomé las riendas para cuidarla. Y no pudo
negarse. Fue la mejor enferma que uno puede desear. Y además ha prometido dejar
de fumar. Se pasaba el día metida en la cama y, cuando llegaba la noche, dejaba
que yo le hablase y le hablase, le contara historias de mí que quería conocer
hasta que, agotada, se terminaba durmiendo murmurando entre sueños “no dejes de
hablar”. Y cuando dormía yo aprovechaba para decirle cosas que ella sabe pero
que cuestan decir si me mira con esos ojos que me paralizan. Y, al estar
cerrados, no puede usar su arma contra mí. Porque J tiene poderes. Extraños
poderes.
J y yo sólo somos enfermos
J y yo, que más da lo que pase. Tomamos cualquier cosa, y viajamos en alfombras y todo parece distinto, siempre es otro sitio.
Es mejor que esperar todo el tiempo, así que atravesamos los paisajes más extraños, pues que placer obtienes de algo que nunca has probado.
J y yo también podemos saltar, podemos crecer, porque J y yo sabemos lo qué hay que hacer, sabemos lo qué hay que hacer.
J y yo sólo somos enfermos, pero es que nunca tuve una enfermedad más dulce, así que por ahora seguiremos.
J y yo también podemos saltar, podemos crecer, porque ella y yo sabemos lo que hay que hacer, sabemos lo que hay que hacer.
Este blog nació tras un fin de semana de errores y comportamientos estúpidos. Los textos estaban escritos hace tiempo y cuentan cosas que quizá sólo estén relacionadas en mi cabeza y no en realidad. Los he copiado tal cual estaban en el documento word porque si me hubiese puesto a repasarlos es posible que no me hubiese atrevido a publicarlos.
El hacerlo no cambia nada: no me siento mucho mejor, los muertos siguen muertos, las culpas siguen en el mismo lugar y, aunque el destino no exista, las casualidades sí. Imagino que todo es cuestión de ensayo y error. Sobre todo de error.
Mi primera gran salida durante mi
medicación fue para ir a hacer otra de las pruebas de la Escuela de Cine. Como coincidía
que mi madre estaba en España (en aquella época vivieron unos años en Argentina
y Chile por cuestiones de trabajo) me acompañó. Tras un proceso de aprendizaje
(caldos, sopas, purés) más o menos recuperé mi vida diaria aunque sin dejar las
medicaciones y las visitas a los doctores. Y me apunté a hacer un curso de
informática. En realidad era del paquete Office y un par de días, al final, de
Internet.
Cuando terminé el curso comencé a
ir a un cibercafé a buscar cosas, sobre todo fotos e información sobre Romy
Schneider. En uno de esos días, en el ordenador de al lado, había dos
adolescentes que no dejaban de reir. Miré con disimulo qué hacían y vi que
estaban en una página llamada elchat.com. Entré. Era la primera vez en mi vida
que chateaba. Ni siquiera tenía messenger porque no tenía amigos que
usasen Internet. La verdad, chatear me gustó. Permitía romper mi timidez
patológica y hablar con gente. Con chicas. Poco a poco, cada día pasaba más y
más horas en el chat. Compré un modem y me puse una conexión de la época a 56
k. Se convirtió en una autentica obsesión. Conocer a gente (chicas) y sentir
que les podía gustar sin tener que guardar ciertas partes de mí como tenía que
hacer en el día a día era muy halagador. Llegué a pasarme catorce horas al día
en el chat. Sentía auténtica angustia el rato en el que no lo miraba pensando
que podría estar X o Y y yo perdiéndomelo. Muchas veces cuando tenía que salir
a la calle o a la hora de irme a dormir calmaba esa angustia con los
medicamentos que tenía recetados.
Una de las personas que conocí se
llamaba Eva y era de Granada. Tenía dieciocho años recién cumplidos (yo
veintitrés) y acababa de hacer selectividad con una nota media de más de nueve.
Eva era brillante, tierna y bastante guapa. Nos escribíamos muchos mails al día
y hablábamos por teléfono casi a diario. Bah, el que haya estado en chats en
aquella época sabrá de qué hablo. La cosa es que ella me dijo que estaba
enamorada de mí. Pero, por alguna razón a mí ella no me gustaba de esa manera.
Me decía que le daba igual, que cuando nos viésemos yo cambiaría de idea. Su
confianza era enternecedora.
Yo me trasladé a vivir a Madrid.
Trabajé ese verano antes de que, en Octubre, empezase en la Escuela de Cine.
Durante ese verano conocí a una persona de la que creía estar enamorado. Y ella
decía estarlo de mí. Las tardes paseando por el centro, por el retiro, el tomar
una cerveza comprada en un chino sentados en alguna plaza perdida. No fue más
que un amor de verano tardío pero yo, tras los meses anteriores, confundí mis
necesidades puntuales con amor. Eva lo sabía y le daba igual. La otra chica me
dejó y me quedé destrozado.
Eva, por su parte, había recibido
como regalo por su nota de selectividad un deseado viaje a París. Me llamó
desde allí y me dijo que me había comprado un pirata de los Smiths con un
concierto en Francia y me lo daría cuando nos viésemos en Septiembre puesto que
ella iba a venir a verme porque sus padres tenían una casa en Madrid. No sólo
eso. Con una inocencia que desarmaba me dijo que cuando viniese a Madrid había
decidido que quería que la primera vez que hiciese el amor fuera conmigo. Mi
cabeza estaba en otro sitio, en mi dolor por sentirme abandonado y en que al
fin había llegado lo que tanto tiempo había estado esperando para probar, el
desamor. Si lo que escribía Nick Drake era cierto. La banda sonora de aquellos
tiempos fue “Unidad de Desplazamiento”.
Un par de semanas antes de que ella
fuese a venir me llamó llorando. Era la primera vez que no escuchaba su voz
alegre y cantarina. Incluso cuando se le notaba la tristeza por mi frialdad
hacia ella lo hacía con una sonrisa que traspasaba la línea de teléfono. Su
abuela vivía junto a ella, su hermano y sus padres. Nuestras abuelas eran un
punto que nos unía muchísimo porque, para mí, mi abuela es la persona que más
he querido en mi vida como para ella lo era la suya. Yo he vivido con mis
abuelos maternos desde que nací y mi relación con mi abuela es inseparable de
mi personalidad. Toda la vida contando historias de su juventud, de su vida
antes, durante y después de la guerra, sus años de internado, ella tocando el
piano (tenía la carrera terminada), yo mirando cómo cocinaba o viendo la tele
echado sobre su regazo.
La abuela de Eva había muerto de
repente, por eso me llamó llorando. Unos pocos días más tarde me contó algo
sorprendente. Cuando se leyó el testamento su abuela le había dejado una casa y
casi todo lo que tenía a ella. Ni a sus hijos ni a los otros nietos. Eva me lo
contó con la mayor naturalidad. Para ella lo único que contaba es que, en la
habitación de su abuela había encontrado una caja de casettes que había
estado grabando contándole cómo era Eva de niña, hablando con ella para cuando muriese. Horas y horas de su voz
de cómo había sido su vida junto al abuelo de Eva, cómo crió a sus hijos o cómo
fue el día que Eva nació. A partir de ahí ella sólo escuchaba esas cintas en el
coche, en casa…Cuando me llamaba su tono era un poco más sombrío pero su voz
era igual de tintineante cuando hablaba de nuestro próximo encuentro y de lo
que, según ella, pasaría entre nosotros. Aunque yo no tuviese intención alguna
de que fuese así.
Quedaban cuatro días para que Eva
viniese a Madrid y el sol, el trabajo, salir mucho, la perspectiva de mi vida y
el cine me servían de terapia para mi desamor. Llamé esa tarde a Eva, a su
móvil. Me saltó el contestador. Llamé de nuevo por la noche extrañado de no
saber de ella. Saltó otra vez el contestador. Miré el correo y nada. Pregunté
en la sala de chat a la que entrábamos si alguien la había visto. Nadie. Al día
siguiente seguía saliendo el buzón y yo me estaba poniendo nervioso. Pensé que
quizá estaba enfadada por algo que le había dicho aunque eso, con Eva, era casi
imposible. Hubiese tenido una y mil razones para hacerlo porque no dejaba de
ofrecerme algo tan valioso como su amor y yo lo esquivaba con cortesía pero sin
comprensión.
Esa noche, al entrar en el chat, me
dijeron que habían preguntado por mí. Pensé que sería Eva pero no, era una de
sus amigas de Granada con la que alguna vez yo había hablado. Al rato entró esa
amiga y me dijo que le diese mi teléfono. Me llamó llorando y apenas se le
entendía. Me contó que, el día anterior, Eva se había salido de la carretera y
se había empotrado con un árbol. Murió allí mismo.
Yo no me lo podía creer. Colgué.
Llamé a Eva y saltó de nuevo el contestador. Estuve llamando toda la noche sin
dejar de llorar como lloré los siguientes días. Lloré por ella y lloré por mí.
Por mi egoísmo y por la cantidad obscena de cosas que había hecho mal respecto
a ella. Llamaba varias veces al día a su teléfono rogando que me contestase,
sin que apenas se me entendiese. Hasta que un día se llenó la capacidad del
buzón de voz. Siempre tenía la esperanza de que al llamar me contestase y me
dijera que todo había sido una mentira.
Unos días después me llamó otra vez
su amiga. Había estado en su casa, con sus padres que estaban, como era de
esperar, destrozados. Me contó que yo no sabía cómo hablaba de mí y de sus
planes para nuestro encuentro en Madrid. También me dijo que estando en su
habitación había cogido el diario de Eva y lo había leído. Que hablaba mucho de
mí. Me dijo que si yo leyese lo que ella escribía de mí, de su amor por mí, me
volvería loco. Me preguntó si quería que fotocopiase esas páginas y me las
enviara. Le respondí que no. Que no quería leer eso.
Hoy, más de diez años después, me acuerdo de ella
mucho más que de la mayoría de las personas que han pasado por mi vida. Pero de
Eva sólo tengo el recuerdo de una voz siempre risueña, una foto en jpg
escondida en algún disquette y una carga de culpa que creo que jamás va
a desaparecer.
Pasados muchos años en la retina de
mi memoria la imagen de la foto de Romy vestida de novia para la película “El
infierno” de Henry-Georges Clouzot aún palpitaba con bastante fuerza. En alguna
web de cine a mediados de la década pasada leí que habían encontrado un
material que se creía perdido relacionado con esa película pero tampoco había
más información sobre el asunto. Silencio. Olvido. Cuando se anunciaron las películas que participarían en Cannes en 2009 para mi
sorpresa vi que estaba un documental sobre la historia de esta película
inacabada. Busqué algo de información sobre ella y la historia no podía ser más
apasionante. El documentalista Serge Bromberg se quedó encerrado en un ascensor
durante dos horas con una mujer de cierta edad. Cuando comenzaron a hablar y él
reveló que era un cineasta ella dijo que también estaba relacionada con el
mundo del cine. Su nombre era Inés de González y era viuda de un famoso y
venerado cineasta francés: Henri-Georges Clouzot. La conversación en el ascensor
fue más fructífera que la de una intrascendente sobre el tiempo. Una parte en
concreto llamó la atención de forma arrebatadora a Bromberg. La historia de una
película que jamás llegó a terminarse, una película llamada a revolucionar el
cine de la época y que, tras comenzar el rodaje, toda una serie de catástrofes
buscadas o no terminaron por dejar en estado de shock al equipo y cancelar la
producción. Una película que iban
protagonizar un consolidado galán italofrancés, Serge Reggiani, y una de las mayores estrellas del cine
europeo, Romy Schneider. Esa película se llama “L’enfer”. Bromberg había sabido de ella por la misma razón que los demás, la versión que
rodó de aquella historia Claude Chabrol. Inés de González envió años antes a
Chabrol el guión pensando que podría tener interés para este y tanto le gustó
que decidió que sería su siguiente proyecto. Una historia de celos enfermizos
protagonizada por una preciosa Enmanuel
Beart. El interés de Chabrol en su versión no pasaba del habitual en su cine: el
retrato de la burguesía del interior francés, sus miedos, sus envidias y, en
resumen, sus miserias en resumen. La
película no dejaba de ser un Chabrol (muy) menor, entretenido, un tanto
pedestre y burdo en las recreaciones de las ensoñaciones sicópatas del marido
celoso y que no pasará ni a la historia del cine ni a la de la carrera de los
implicados. Además, en un extraño movimiento, cambió incluso los nombres de los
personajes principales. Mientras que en el guión original sus nombres Odette y
Marcel hacían referencia a “En Busca De El Tiempo Perdido” de Proust en la
versión más reciente eran vaciados de significado y pasaban a ser Nelly y Paul.
Tras ser rescatados del ascensor
Bromberg pide ver el material que, según la viuda de Clouzot, se había rodado y
estaba guardado en un laboratorio. Muchas horas de imagen y sonido. El cineasta
intuye que ahí hay una película y, tras ver el material, queda fascinado.
Quince horas de imágenes y más de treinta de banda de sonido sin imágenes, con
diálogos, sonidos, efectos...lo que encuentra es una joya fantástica que trata
de reconstruir con el libreto en mano. Es complicado porque la película
pretendía romper todos los esquemas del cine de su época, hacerlo avanzar de un
salto a una forma de arte casi conceptual. En esa época Clouzot estaba obsesionado con “8 y medio” de Fellini, con romper
y hacer pedazos la narrativa y la lógica cinematográfica y dar un paso más
allá. También con la magistral “La Aventura” de Antonioni. Un cine que se abría
paso en ese momento en el que Clouzot estaba siendo muy criticado por una panda
de jóvenes airados que comenzaban a hacer un cine distinto y radical y a los
que denominaron Nouvelle Vague que le veían como representante de un cine
asfixiado por el guión y la planificación. Esta película podía representar para
él su reivindicación y su demostración de fuerza ante ellos de estar cien pasos
por delante. Además se interesó por artistas visuales que hacían arte cinético. Gente como
Yvaral o Vasarely que trascendían la representación artística tradicional para
crear objetos en los que el punto de vista, el espacio y la transformación
pasaba a ser parte conceptual del objeto artístico. Quería introducir esos
mismos conceptos pero en el cine. Clouzot llevaba cuatro años sin hacer películas
y la industria francesa confiaba a ciegas en él tras haber dado obras mayores
como “El Salario Del Miedo” o “Las Diabólicas”. Su nombre era tan poderoso y se
rumoreaba que esa película sería un antes y un después que un día se
presentaron jefes de estudio de Columbia Pictures desde los Estados Unidos y
pidieron ver esas pruebas de antes del rodaje. Tras eso, sin leer el guión, se
reunieron con la parte francesa de la producción y dijeron: presupuesto sin
límites. Un proyecto tan ambicioso necesitaba de libertad absoluta y el dinero
no sería ya el problema. Clouzot se vuelve absolutamente demente. Contratan un equipo de 150 personas,
dos directores de fotografía de entre los mejores del momento, forma tres
equipos para que nunca se detenga el rodaje pero como quiere supervisar los
tres jamás están activos dos y como en el primero de ellos exprime cada
milímetro para que quede como él quiere al final todo se hace inoperativo.
Tortura a los actores con peticiones salvajes. Inventa sistemas de color, quiere
teñir un lago natural donde se desarrolla parte de la acción, crean lentes
especiales para dotar a la foto de nuevos tonos, juega a experimentar con
sonidos, efectos especiales insólitos...todo ello sin límite. Sin más límite
que la paciencia de todos los que le rodean. Su cabeza echa humo y tiene graves
enfrentamientos con Reggiani que explotan el día que hace correr al actor
durante horas, sin apenas descanso, sólo para filmarlo agotado realmente. Horas
y horas corriendo para un sólo plano que quizá jamás se fuese a usar. Reggiani
no se presenta al rodaje más y argumenta que está enfermo. Esto destroza los
planes y se piensa en sustituir por otro actor, quizá Jean Louis Trintignac
amigo de Romy Schneider y estrella del cine galo.
Pero nada de esto ocurre. La
presión supera a todos incluido, al fin, a Clouzot, y su corazón dice basta
teniendo un ataque que le lleva al hospital y, al poco, declaran suspendido el
rodaje para siempre. Aunque aún rodaría alguna otra película ya jamás recuperá
su posición en la industria aún respetando su estatus de gran creador. Romy se
siente muy decepcionada porque está segura que era el papel que acabaría al fin
hacer olvidar los papeles de la etapa de Sissi de una década antes, aunque a
esa altura ella ya había trabajado con Welles, Visconti o Preminger. Toda esta historia se explica en el excelente documental de Bromber y Ruxandra
Medrea “El Infierno de Henri-Georges Clouzot”. El gran valor de la película es,
sin duda, el editar en lo posible el material existente y hacer al espectador
un frustrado guionista tratando de recomponer los espacios vacíos. La
imaginería visual es apabullante. Imaginar un resultado en el que con un gran
presupuesto y estrellas había ecos y anticipaciones a cines que estaban
naciendo en esos momentos fuera del circuito comercial en gente como Standish
Lawder, Jonas Mekas o Kenneth Anger. Que
pertenece a ese mundo da fe un vídeo en youtube titulado por su autor, un tal
“facedebouc1”, quizá de forma un poco pedante “Essai sur l’enfer”.
Durante casi nueve minutos extractos de la película se suceden acompañados de
la música del trabajo conjunto de Stereolab y Nurse With Wound. La sincronía de
los dos elementos, imagen y música, es perfecta. Parecen creados el uno para el
otro. Imágenes de gran impacto junto a música incómoda, poco convencional como
siempre acostumbraba en su lado más arty, más experimental, siempre hacia
adelante un grupo como Stereolab. Una orgía para disfrutar y ensimismarse.
La belleza de Romy en la película
es desarmante. Es probable que jamás, y es mucho decir, apareciese tan
magnética, adorable, sexual, turbadora, e inalcanzablemente cruel por la
ansiedad que me produce el pensamiento de no asistir al espectáculo de ser ella
misma ante mí.
“Lo Importante es Amar” y “El Infierno”. Entre esos dos títulos, sus significados, parece resumirse la vida entera de Romy Schneider.