sábado, 7 de septiembre de 2013

Capítulo 12: F.I.N.

KATY SONG (PARTE II)

Mi primera gran salida durante mi medicación fue para ir a hacer otra de las pruebas de la Escuela de Cine. Como coincidía que mi madre estaba en España (en aquella época vivieron unos años en Argentina y Chile por cuestiones de trabajo) me acompañó. Tras un proceso de aprendizaje (caldos, sopas, purés) más o menos recuperé mi vida diaria aunque sin dejar las medicaciones y las visitas a los doctores. Y me apunté a hacer un curso de informática. En realidad era del paquete Office y un par de días, al final, de Internet.

Cuando terminé el curso comencé a ir a un cibercafé a buscar cosas, sobre todo fotos e información sobre Romy Schneider. En uno de esos días, en el ordenador de al lado, había dos adolescentes que no dejaban de reir. Miré con disimulo qué hacían y vi que estaban en una página llamada elchat.com. Entré. Era la primera vez en mi vida que chateaba. Ni siquiera tenía messenger porque no tenía amigos que usasen Internet. La verdad, chatear me gustó. Permitía romper mi timidez patológica y hablar con gente. Con chicas. Poco a poco, cada día pasaba más y más horas en el chat. Compré un modem y me puse una conexión de la época a 56 k. Se convirtió en una autentica obsesión. Conocer a gente (chicas) y sentir que les podía gustar sin tener que guardar ciertas partes de mí como tenía que hacer en el día a día era muy halagador. Llegué a pasarme catorce horas al día en el chat. Sentía auténtica angustia el rato en el que no lo miraba pensando que podría estar X o Y y yo perdiéndomelo. Muchas veces cuando tenía que salir a la calle o a la hora de irme a dormir calmaba esa angustia con los medicamentos que tenía recetados.

Una de las personas que conocí se llamaba Eva y era de Granada. Tenía dieciocho años recién cumplidos (yo veintitrés) y acababa de hacer selectividad con una nota media de más de nueve. Eva era brillante, tierna y bastante guapa. Nos escribíamos muchos mails al día y hablábamos por teléfono casi a diario. Bah, el que haya estado en chats en aquella época sabrá de qué hablo. La cosa es que ella me dijo que estaba enamorada de mí. Pero, por alguna razón a mí ella no me gustaba de esa manera. Me decía que le daba igual, que cuando nos viésemos yo cambiaría de idea. Su confianza era enternecedora.
Yo me trasladé a vivir a Madrid. Trabajé ese verano antes de que, en Octubre, empezase en la Escuela de Cine. Durante ese verano conocí a una persona de la que creía estar enamorado. Y ella decía estarlo de mí. Las tardes paseando por el centro, por el retiro, el tomar una cerveza comprada en un chino sentados en alguna plaza perdida. No fue más que un amor de verano tardío pero yo, tras los meses anteriores, confundí mis necesidades puntuales con amor. Eva lo sabía y le daba igual. La otra chica me dejó y me quedé destrozado.

Eva, por su parte, había recibido como regalo por su nota de selectividad un deseado viaje a París. Me llamó desde allí y me dijo que me había comprado un pirata de los Smiths con un concierto en Francia y me lo daría cuando nos viésemos en Septiembre puesto que ella iba a venir a verme porque sus padres tenían una casa en Madrid. No sólo eso. Con una inocencia que desarmaba me dijo que cuando viniese a Madrid había decidido que quería que la primera vez que hiciese el amor fuera conmigo. Mi cabeza estaba en otro sitio, en mi dolor por sentirme abandonado y en que al fin había llegado lo que tanto tiempo había estado esperando para probar, el desamor. Si lo que escribía Nick Drake era cierto. La banda sonora de aquellos tiempos fue “Unidad de Desplazamiento”.

Un par de semanas antes de que ella fuese a venir me llamó llorando. Era la primera vez que no escuchaba su voz alegre y cantarina. Incluso cuando se le notaba la tristeza por mi frialdad hacia ella lo hacía con una sonrisa que traspasaba la línea de teléfono. Su abuela vivía junto a ella, su hermano y sus padres. Nuestras abuelas eran un punto que nos unía muchísimo porque, para mí, mi abuela es la persona que más he querido en mi vida como para ella lo era la suya. Yo he vivido con mis abuelos maternos desde que nací y mi relación con mi abuela es inseparable de mi personalidad. Toda la vida contando historias de su juventud, de su vida antes, durante y después de la guerra, sus años de internado, ella tocando el piano (tenía la carrera terminada), yo mirando cómo cocinaba o viendo la tele echado sobre su regazo.

La abuela de Eva había muerto de repente, por eso me llamó llorando. Unos pocos días más tarde me contó algo sorprendente. Cuando se leyó el testamento su abuela le había dejado una casa y casi todo lo que tenía a ella. Ni a sus hijos ni a los otros nietos. Eva me lo contó con la mayor naturalidad. Para ella lo único que contaba es que, en la habitación de su abuela había encontrado una caja de casettes que había estado grabando contándole cómo era Eva de niña, hablando con ella  para cuando muriese. Horas y horas de su voz de cómo había sido su vida junto al abuelo de Eva, cómo crió a sus hijos o cómo fue el día que Eva nació. A partir de ahí ella sólo escuchaba esas cintas en el coche, en casa…Cuando me llamaba su tono era un poco más sombrío pero su voz era igual de tintineante cuando hablaba de nuestro próximo encuentro y de lo que, según ella, pasaría entre nosotros. Aunque yo no tuviese intención alguna de que fuese así.

Quedaban cuatro días para que Eva viniese a Madrid y el sol, el trabajo, salir mucho, la perspectiva de mi vida y el cine me servían de terapia para mi desamor. Llamé esa tarde a Eva, a su móvil. Me saltó el contestador. Llamé de nuevo por la noche extrañado de no saber de ella. Saltó otra vez el contestador. Miré el correo y nada. Pregunté en la sala de chat a la que entrábamos si alguien la había visto. Nadie. Al día siguiente seguía saliendo el buzón y yo me estaba poniendo nervioso. Pensé que quizá estaba enfadada por algo que le había dicho aunque eso, con Eva, era casi imposible. Hubiese tenido una y mil razones para hacerlo porque no dejaba de ofrecerme algo tan valioso como su amor y yo lo esquivaba con cortesía pero sin comprensión.

Esa noche, al entrar en el chat, me dijeron que habían preguntado por mí. Pensé que sería Eva pero no, era una de sus amigas de Granada con la que alguna vez yo había hablado. Al rato entró esa amiga y me dijo que le diese mi teléfono. Me llamó llorando y apenas se le entendía. Me contó que, el día anterior, Eva se había salido de la carretera y se había empotrado con un árbol. Murió allí mismo.

Yo no me lo podía creer. Colgué. Llamé a Eva y saltó de nuevo el contestador. Estuve llamando toda la noche sin dejar de llorar como lloré los siguientes días. Lloré por ella y lloré por mí. Por mi egoísmo y por la cantidad obscena de cosas que había hecho mal respecto a ella. Llamaba varias veces al día a su teléfono rogando que me contestase, sin que apenas se me entendiese. Hasta que un día se llenó la capacidad del buzón de voz. Siempre tenía la esperanza de que al llamar me contestase y me dijera que todo había sido una mentira. 

Unos días después me llamó otra vez su amiga. Había estado en su casa, con sus padres que estaban, como era de esperar, destrozados. Me contó que yo no sabía cómo hablaba de mí y de sus planes para nuestro encuentro en Madrid. También me dijo que estando en su habitación había cogido el diario de Eva y lo había leído. Que hablaba mucho de mí. Me dijo que si yo leyese lo que ella escribía de mí, de su amor por mí, me volvería loco. Me preguntó si quería que fotocopiase esas páginas y me las enviara. Le respondí que no. Que no quería leer eso.

Hoy, más de diez años después, me acuerdo de ella mucho más que de la mayoría de las personas que han pasado por mi vida. Pero de Eva sólo tengo el recuerdo de una voz siempre risueña, una foto en jpg escondida en algún disquette y una carga de culpa que creo que jamás va a desaparecer.


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