A WHOLE WIDE WORLD
AHEAD
A mí me gustan las cosas en
general. Y luego me gustan otras en particular.
A mí me gusta la música y la
tele. Y a veces me gusta el cine y los libros. Pero sólo a veces.
Me gustan las patatas fritas, el
salmón ahumado y las anchoas de Santoña.
Me gusta viajar pero me dan
miedo los aviones. Y alguna que otra vez me gustan los aviones pero me da miedo
viajar.
Me gustan las chicas, los
chicos, y varios cachivaches más. Y así ha sido desde que recuerdo.
Mis recuerdos no van más allá de
los ocho ó nueve años hacia adelante. Por alguna extraña razón tengo
bloqueados, si exceptuamos pequeños detalles, esa zona de mi vida. Supongo que
esto, de aquí en unos años más, me costará una millonada en
psicoanalistas. Al tiempo.
Pero ahora estoy en una clase y
a nadie le importa mi futuro. Y a mí menos que a nadie.
Tengo más de treinta años. Pero
una vez tuve catorce. Y cuando eres un chico acomplejado de catorce años sólo
tienes dos intereses en tu vida: las chicas y otra cosa. La otra cosa es a
elección de cada individuo de catorce años.
Mi otra cosa era el cine. Y lo
vivía como una especie de parafilia vergonzosa y vergonzante que había que
ocultar.
Ese año me regalaron una cámara
de vídeo. Me sentí feliz. Después me senté feliz. Y un rato más tarde comencé a
pensar a qué dedicaría mis interminables y solitarias tardes.
Experimenté de forma y maneras
diversas y, una noche que mis padres habían salido a cenar, decidí incursionar
en el mundo de la pornografía cinematográfica. Así, como suena.
El problema es que estaba solo y
eso no iba a cambiar. Decidí buscarme una pareja que no pusiese demasiadas
pegas y elegí un oso de peluche gigante. Pero cuando digo gigante, estoy
diciendo gi-gan-te.
En medio folio esbocé una trama
sencilla y divertida para, unos minutos más tarde, comenzar el rodaje. En primer
lugar me motivé yo y después pasé a motivar al infeliz oso.
No se quejó ni una sola vez a
pesar de que esa noche probó el sexo oral, el anal, el masoquismo, el bondage
y todo lo que se me fue ocurriendo. Y eso que, yo sospecho, mi oso era aún
virgen.
El rodaje terminó y tuve entre
mis manos el resultado. Lo vi un par de veces en compañía de mi suave amigo y,
acto seguido, procedí a su eliminación vía borrado. Era demasiado peligroso
tenerlo a mano y poder ser descubierto.
Alguna vez he tenido la tentación
de contárselo a alguien, pero siempre me pareció demasiado deshonesto. No por
mí, sino por contar las intimidades de mi oso.
Después de eso las cosas
cambiaron entre él y yo. Nunca más le volví a hablar. Y desde entonces observo
un extraño halo de tristeza en su gracioso morro.
Pero no me atrevo a preguntarle.
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